La semana de las historias de mujeres fuera de serie la cierra Daggi Brieke con las audacias de su mamá durante la segunda guerra mundial

 

Por Dulce Liz Moreno

Creí que Daggi era la mujer más temeraria del mundo. Hasta hace 20 años, jugaba mejor squash que dos decenas de hombres en el Alpha, enseñaba a esquiar a sus nietos en la nieve y cargaba a Rubén, su marido, a la hora de los chistes sobre la fuerza mezclada con ternura y garra.

No conocí a Oma, su mamá, salvo una vez que la vi, ya muy mayor, en medio de su jardín en silla de ruedas.

“¡Ella sí era tremenda!”, cuenta la hija menor, quien a sus ochenta y poquitos años tienen más fuerza y lucidez que mis amigos y yo.

A Oma no la detuvo nadie, no la atemorizó nada. Ni la guerra en Alemania. “La vivimos como pudimos, pero ella nunca se quedó con ganas de nada”, agrega mi entrevistada.

La familia anduvo a salto de mata. Las dos hijas nacieron en México, donde se quedó el padre de familia, alemán también, a ganarse la vida. Oma, con las niñas Sigrid y Dagmar, volvió a la casa de Berlín y los bombardeos les impidieron salir del país.

Oma Elizabet CORTESÍA DAGMAR BRIEKE
Oma Elizabet
CORTESÍA DAGMAR BRIEKE

Una noche, tuvieron que salir corriendo de la casa. “Explotó una mina y se llevó toda una manzana; se cayó el techo de la casa de la abuelita y nos sacaron corriendo y nos llevaron a un rancho muy al norte de Alemania, en Flensburg, muy cerca de Pomerania, Polonia.

“Una sema después, cayó un bombardeo sobre Berlín y destruyó muchas casas. Oma, al otro día, regresó para ver cómo estaba todo y no encontró nada.  Sólo gente llorando en las calles, sacando a sus muertos”.

A Oma se le pulverizó el corazón y, sin pensar en ella misma, le dio a sus vecinos los panes y las frutas que llevaba como provisiones. Volvió tras día y medio sin haber comido nada.

“A los cuatro peones polacos que trabajaban en el rancho, en calidad de presos de guerra, les daba hilo fuerte, del que amarraban las pacas de paja, para que se tejieran guantes; les daba de comer, los procuraba”.

¡Cuidado con que a Oma se le antojara un cigarro! Tomaba la bicicleta y los veintitantos kilómetros hasta la ciudad los devoraba a pedaleo para hacer trueque con huevo, pan o café y hasta con los soldados.

Daggi adulta, el día de su boda con Rubén San Martín CORTESÍA DAGMAR BRIEKE
Daggi adulta, el día de su boda con Rubén San Martín
CORTESÍA DAGMAR BRIEKE

La siguiente vivienda fue el DPLager, el campamento de extranjeros, un asilo-refugio donde las niñas jugaron con el argentino Armin Foster y dos chicos brasileños a trepar árboles, correr kilómetros, comer desenterrando papas o cortando fresas “porque la naturaleza no  se paraba por la guerra”.

Ahí, también, vieron cómo se desplomó un avión ruso y despeinó las copas de los árboles bajo los que jugaban; les tocó huir en carruajes de madera tirados por caballos ante amenaza de bombardeo o recolectar excremento de vaca para calentar las aulas. “Y Oma  (Elizabet Köhne) vivió y nos enseñó a vivir fuerte, temeraria, audaz. Nada la asustaba”.

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