Por: Mario Alberto Mejía

Foto: Cortesía Carlos Luna

Esta conversación con Carlos Luna se dio en el verano pasado y debió haberse publicado en los primeros números de 24 Horas Puebla, que, para entonces, estaba en gestación. Esto no ocurrió porque, como buen profesional, Luna quería mostrarle la entrevista a Claudia, su esposa, que siempre tiene una opinión de peso. Para que esto se diera, el talentoso Carlos A. Limón –gran lector, buen autor de ciencia ficción– tuvo a bien capturar la larguísima entrevista. ¿Resultado? Surgieron casi 90 mil caracteres con espacios. Una vez en sus manos, Carlos y Claudia la leyeron con lupa y así pasaron varios meses. Cuando por fin consideraron que estaba lo suficientemente consensuado, el material regresó a mí. Nuevo conflicto en la publicación: se atravesó cierto proceso electoral. Y es que una charla como la que el lector tiene ante sí merece toda la atención del mundo. Ahora que por fin ve la luz pública hay fiesta doble en Miami, donde reside Carlos, y en Puebla, donde resido yo.

En esta segunda parte hay tres temas torales: la tradición revolucionaria de la familia Luna, la esquizofrenia de su padre y el nacimiento de su vocación pictórica. En el primer caso, la estirpe del pintor se enfrentó en su momento a dos caudillos: Machado y Batista. Y más: estuvieron con Fidel en la Revolución Cubana y luego lo combatieron. De este último episodio nacieron la esquizofrenia de su padre y una serie de dibujos que en sus periodos de crisis garabateaba en las paredes de la casa. Cuando el niño Carlos Luna tuvo ante sí esos trabajos, algo dentro de él se movió y empezó a nacer el pintor que lo habita desmedidamente.

El hombre que garabateaba paredes

Calidez. Con unas raíces, por un lado del ambiente y la gente del Caribe, y por otra, la rigurosa tradición pictórica moderna, Carlos Luna obtiene lienzos de bello colorido.

—Hay un pasaje perturbador en tu vida: el de tu padre, quien sufría cierto tipo de esquizofrenia…
—Tengo empatía por los artistas outsiders: los artistas que tienen cierta condición mental y que trabajan obsesionados en su mundo.

—Van Gogh era un outsider…
—Era un outsider, literalmente. Mi padre, la familia de mi padre, estuvo involucrada en tirar a (Fidencio) Batista. En tirar a (Gerardo) Machado también. Apoyaron a Fidel (Castro Ruz) y después se subieron a la sierra a tirar a Fidel. Son parte de la comunidad de personas de la zona del Escambray, que se ubica en el centro de la isla.

Mi papá, después de la llegada de Fidel, sufrió mucho. Después de estar involucrada la familia se percató de algo que no es nítido. Protestan. Y les va mal. Luego se casa con mi mamá. En ese periodo comienza a deprimirse mucho.

Era muy común en las prácticas del sistema, en los primeros años, una forma de castigo. Si había un integrante de la familia que había protestado, a la mínima oportunidad se le aplicaban electrochoques. Y a mi padre le fue mal. Le dejó secuelas. Y mi papá lo único que tenía era una depresión.

—¿Entonces fue una esquizofrenia provocada?
—Sí. Totalmente. Mi papá estaba deprimido. Lloraba y no quería salir del cuarto. Entonces mi mamá, en su desesperación, acudió a las instancias de la época e internó a mi padre. Todo desembocó en ese triste proceso; como parte de la terapia le aplicaban electrochoques y lo tenían medicado todo el tiempo.

—Claro, la depresión es antirrevolucionaria. Es reaccionaria.
—Totalmente.

—Los poetas malditos franceses, con su spleen cotidiano, no hubieran vivido libres en la Cuba de Fidel.
—Exacto. No hubieran podido (Risas). En ese periodo enque tuvieron medicado a mi padre, cuando se iban los efectos del medicamento en la noche, mientras mi mamá dormía, él tomaba un lápiz o cualquier cosa y comenzaba a dibujar sobre la pared.

Por la mañana, cuando lo medicaban de nuevo, tapaban la pared. Un día, por alguna razón no lo hicieron, y entré a ver. Ahí se dio mi primer contacto con la creación “pura”, porque él no tenía la pretensión de ser un artista sino la necesidad de expresar cómo se sentía.

Las imágenes se me hicieron maravillosas. Eran imágenes del campo: caballos, un tipo corriendo, otro tipo con las manos en la cabeza, alguien en llamas, una mujer desnuda a caballo, un gallo cantando, fauna y flora copulando, perritos, gallitos, un carrito… Eran muchísimos dibujos.

—¿Con qué los dibujaba?
—Con lápiz y crayones míos. Todos dormían, menos él; y comenzaba a dibujar. Esa experiencia marcó muchas cosas de la estética de mi trabajo y un poco mi rebeldía respecto a la “poses” en el arte. Esa era una posición más intelectual, por decirlo de alguna manera. Algo más preconcebido.

La otra influencia importante viene de ver el altar de Juliana, mi abuela. Ella tenía, como todas las familias en Cuba, un altar donde estaba la triada obligatoria: la virgen de la Caridad del Cobre, santa Bárbara y san Lázaro.

También tenía unas reproducciones muy exquisitas de un grupo de Cristos. Tenía el Cristo de Velázquez, el de Andrea Mantegna, el de Grunewald… Además tenía un grupo de reproducciones del beato de Liébana sobre el Apocalipsis (de san Juan).

Me volvían loco esas imágenes, pero no sabía que eran arte. Sencillamente eran las imágenes religiosas de mi abuela, y me atraían.

—¿Bloqueaste a tu padre?…
—Básicamente, lo que hizo mi padre fue protegerme. Entendió que de niño tenía una personalidad muy activa: yo era inquieto, curioso, y una manera de protegerme fue poner “sobreorden” o “sobreautoridad” en las cosas.
Siempre tuve problemas con el tema. Entonces llega el momento en que todo hijo rechaza a sus “creadores” (los padres) y se rehace otra vez. Después les agradece.

Para mí fueron años muy conflictivos. Esos conflictos de redefinir mi identidad ante mis padres, o ante mi padre, hizo que “bloqueara” muchas vivencias muy simpáticas de él. Creo que mucho del humor en mi trabajo viene de ahí: de la “chispa” de mi padre. Era una “chispa” loca, fuera de control.

Todo el tiempo tenía un chiste en la boca, un comentario simpático en el que decías “¿de dónde sacaste eso, cabrón?”. Ese doble humor que no lo veo en mis hijos, pero sí en mi hija.

Ella tiene un humor negro tremendo. Pero hay algo dramático, de humor negro, mordaz. Eso está también en mi trabajo.

Y eso es de mi padre: reírse de la desgracia, hacer del peor momento algo chispeante.

Los piropos de mi padre para las señoritas eran increíbles.

—¿Qué tipo de piropos?
— “¡Si como caminas cocinas, hasta la ‘raspita’, mi reina!”, o “Arriba, mi reina, ¡a quemar cocos!”.  Yo le decía: “Pa’, pero los cocos no se queman”. Y él respondía: “No, ¡pero se rayan!”. (Risas)

—¿Estudiaste Artes?
— Estudié Artes. A los 6 años fui campeón nacional de gimnasia en Cuba…

—¿Cómo, gimnasta?…
—Fui gimnasta. Hacía la “L” y el “Cristo”. Las argollas fueron mi gran ejercicio. Participé en el Campeonato Nacional. Mi papá quería que fuera médico porque él frustró su carrera en Medicina por meterse en la revolución.

Fui deportista desde muy chico. En el sistema educativo en Cuba había tres grandes escuelas: las de ciencias, las de deportes y las de artes. En ese orden de importancia. Con el tiempo, las de artes se volvieron las más importantes.

El sistema tenía en esos años un entrenamiento brutal. El entrenamiento técnico e intelectual eran muy sofisticados, y estuvimos expuestos a información de primera línea. Eso me permitió “quemar” muchas etapas muy rápido y entrar en contacto con el arte mexicano, con el arte prehispánico. La parte militar y trágica de los aztecas me parecían fabulosas. Octavio Paz lo explica muy bien en Los privilegios de la vista. De todo esto, en los primeros años del sistema educativo llega un gran libro a Cuba sobre (Rufino) Tamayo, publicado por la editorial Rivoli, con textos de Octavio Paz.

—Xavier Villaurrutia descubrió a Tamayo, pero Paz fue uno de sus promotores; ¿a qué edad leíste ese libro?
—Iba a cumplir exactamente 18 años cuando lo leí en la biblioteca. Fue un encuentro muy curioso porque en ese mismo periodo, en cuestión de un año, llegó a la biblioteca del Instituto Superior de Artes el libro de Tamayo, y al centro “Wilfredo Lam” le donan el libro Lo que el viento a Juárez, de (Francisco) Toledo.

—El Juárez de Toledo es el mejor. Es brutal, irónico, burlesco.
—El mejor Juárez. Esos dos libros me inspiraron, y en gran medida el de Toledo eso da “pie forzado” a mi serie de cuadros sobre (José) Martí. Sin embargo, después que salí de Cuba el tema de la imagen de Martí dejo de tener fuerza y, como en el caso de Toledo, que ridiculiza a Juárez, comencé a ridiculizar al innombrable: Fidel Castro.

— Los famosos bustos de Martí…
—¡Cómo ironicé con eso!

—¡Te inspiraste en Toledo!…
—Toledo abrió la puerta para ridiculizar o enaltecer al líder.

— Justo lo que hace Toledo: ridiculizarlo y enaltecerlo.
—Sí, ridiculizarlo, pero desde las artes plásticas. Desde los ya consagrados medios tradicionales de las artes plásticas, o de las artes visuales. Para mí fue como abrir una puerta. Sin embargo, Tamayo es un pintor extremadamente sofisticado dentro de la pintura mexicana, con el mayor respeto para Diego Rivera, para Siqueiros y para todos los demás.

—¿Entonces Tamayo podría ser realmente el primer pintor moderno que hubo en México? Suena a blasfemia.
—Pudiera ser. Con él me identificaba en esa tesis de ser contemporáneo sobre la base de una tradición. Él se sabe indio zapoteco. No tiene que pintar a un indio para decir que es un zapoteco. Yo no tengo que pintar a una morena bailando para decir que soy cubano.

Me pasó algo curioso cuando hice mi última exhibición en Puebla, allá por 2001, en el museo de Arte Virreinal. Iba todos los días al museo y les decía a los polis: “No digan que soy el artista”.

Un sábado había una pareja que no era de Puebla. Traían una carriola con un bebé e iban observando la exhibición. Yo los iba observando a la distancia como un espectador más. Podía escuchar por la acústica la conversación.

Entonces él decía: “El artista no puede ser mexicano, ¿no crees? Él tiene algo como del Caribe. No sé qué… A lo mejor Puerto Rico, Cuba. Hay una musicalidad en lo que hace… igual es de Veracruz. Igual y es jarocho”.

Seguimos caminando. Cuando entramos a la sala donde yo tenía las piezas de talavera y cerámica, entra alguien a esa parte y dice: “¡Carlos Luna, vine a Puebla, vine a ver tu exposición!”. La pareja se voltea, y el señor me dice: “¿Tú eres Carlos Luna? ¿El hijo o el papá? ¿Tú pintaste los cuadros?”. Sí, le dije, yo pinté los cuadros. “¿De dónde eres?”, me preguntó. Le dije que era de Cuba, pero que estaba aplatanado en Puebla. Entonces el tipo empieza a brincar y le dice a la señora: “¡Te lo dije, te lo dije! ¿Lo ves?”. (Risas)

Después de esa exhibición, que es justo antes de irme a Miami a vivir, Miguel Cervantes –y, en un momento también, Juan Soriano– me dijo: “Tienes que irte de México ya. Es importante que te vayas a otro contexto donde tu trabajo se abra a otras visiones y vuelvas a recontextualizar lo que para ti es importante como carrera o como medio expresivo.

Cuando llegué a Miami logré analizar que muchas de las reflexiones que hago vienen de pensar como muchos de los artista que admiro.

Por ejemplo, Tamayo se había alimentado de fuentes primigenias que se habían producido, pero no como arte. Se produjeron porque tenían una carga religiosa o porque había una tradición artesanal.

Eso me ayuda a reforzar esa tesis mía de ser  “contemporáneo sobre la base de una tradición”, que a su vez yo percibía en otros creadores como Tamayo.

—Octavio Paz le llamaba “la tradición de la ruptura”
—Yo prefiero usar el termino “transformar” que “romper”. Cuando rompes, desechas.

Crear una cosa nueva es transformar lo que ya estaba en una nueva visión. Y esa nueva visión es una conquista personal que necesita imponerse y ganar espacio.

Es como el conquistador que domina a un pueblo, lo avasalla y al final termina influenciado por la cultura que ha conquistado. El conquistador termina siendo conquistado.

(Continúa mañana)

Lee la primera parte: Cuatro horas con Carlos Luna: Un surtidor de imágenes que baila guaguancó (parte 1)

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