Por Mario Alberto Mejía

Estoy sentado en el estadio de beisbol de Culiacán, Sinaloa, donde –supongo– juegan o jugaban o jugarán algún día los Tomateros –si es que así se llaman– o los Culichis o los Chapos.

Mi asiento está a dos metros del que ocupa el gobernador Francisco Labastida Ochoa.

(Él no lo sabe todavía, porque estamos en 1990, pero diez años después sufrirá una derrota atroz a manos de un desconocido: Vicente Fox Quezada, que en ese tiempo es un diputado federal que quiere ser gobernador de Guanajuato).

El estadio de beisbol está al tope.

¿La causa?

Juan Gabriel.

El concierto empieza.

La gente corea sus canciones.

A mi alrededor todos se ponen de pie, incluido Labastida.

Se pone de pie, aplaude y corea las canciones.

Su esposa, Teresa Uriarte, hace lo mismo, aunque más de-senfadada.

Continúo en mi lugar heroicamente.

Me niego a sumarme a la masa enajenada que canta y baila ya sobre las sillas de la Cervecería Modelo.

Labastida mismo está sobre su silla bailando Hasta que te conocí.

No sé en qué momento fui víctima de la atracción que ejercen las masas sobre los objetos inanimados, lo cierto es que cuando caí en la cuenta ya estaba bailando y cantando como un fanático más de quien 26 años después fallecería de un infarto al corazón en Santa Mónica, California.

•••

1972.

Estudio C de Telesistema Mexicano.

Avenida Chapultepec 18.

Raúl Velasco presenta en Siempre en Domingo a un jovencito con facha de homosexual declarado.

—¿Cómo te llamas, hijo? —le pregunta sin dejar de verle la bragueta del pantalón ajustadísimo.

—Mi verdadero nombre, señor Velasco, es Alberto Aguilera, pero mi nombre artístico es Juan Gabriel.

La conversación sube de tono.

—¿Y qué hace un muchachito guapo como tú cantando tan lejos de Ciudad Juárez?

—Son mis ganas de triunfar, señor Velasco, y espero no defraudar al público.

Raúl Velasco no lo sabe, pero un día morirá desahuciado por Televisa y su nombre será borrado de las marquesinas y echado al basurero.

Para entonces, todavía no se casa con una señora gringa o europea llamada Dore, quien lo volverá vegetariano, asexual y aburrido.

La mirada lasciva de Velasco se detiene en el trasero evidente del muchachito homosexual.

O joto, como se decía entonces a la menor provocación.

O loca, como decían los intelectuales que leían a Salvador Novo.

O puto, como le gritaban a Juan Gabriel en Ciudad Juárez.

O rarito, como decían las tías abuelas.

—El público es todo tuyo, Alberto. ¡Señoras y señores, queda con ustedes: Juan Gabriel!

Se escuchan los primeros acordes de una canción que hoy es mítica: “No tengo dinero / ni nada que dar / lo único que tengo / es amor para dar / si así tú me quieres / te puedo querer / pero si no quieres / ni modo qué hacer”.

El fraseo lo dice todo.

Y la versificación.

Hay algo en Juan Gabriel que moverá estadios, estudios de televisión, palenques.

Mi tía Virgen mascullará dos semanas más tarde en la calle Corregidora de la vieja colonia Morelos de la Ciudad de México: “Ese jotito no durará mucho tiempo. En México los jotitos no triunfan”.

•••

Se llamaba Lalo y era un homosexual retraído, nervioso, apocado.

Antes de Juan Gabriel vivía en el clóset.

Después de Juan Gabriel salió de él.

Empezó a vestirse con los mismos pantalones ajustados.

Tarareaba sus canciones en una cantina abiertamente machista de Huauchinango a la que iban, sobre todo, petroleros sudorosos y cansados.

Ahí empezaba la fiesta después de las tres de la tarde.

Lalo era mesero junto con otro compañero de felaciones a quien le decían La China.

La China era más atrevido que ninguno y joteaba abiertamente con los clientes.

Todos se lo disputaban después de la tercera cuba de Viejo Vergel.

Algunos lo sentaban en sus piernas, le hablaban al oído, pero terminaban abordándolo ya que todos se habían ido.

Vergonzosamente.

En el baño oloroso a meados lo penetraban o aceptaban sus felaciones.

Una vez concluido el acto, lo empujaban y hacían como si nunca lo hubieran visto.

Una noche, el petrolero más macho de todos sentó en sus piernas a La China a la luz del día, sin tragos de por medio.

El beso que se dieron ambos cambió para siempre el curso de la cantina.

La China ya tenía dueño.

Y éste no se avergonzaba de él.

O de ella.

La música de Juan Gabriel se volvió recurrente en el lugar.

La China hacía fonomímica para su macho a los ojos de todos.

Luego regresaba a sus piernas, pedía una Piña Colada y le daba un beso en la boca.

•••

—¿Ya supiste que murió Juan Gabriel? —me preguntó un amigo vía Telegram.

—¿Cómo? ¿En serio?

—A las 11 de la mañana. Tenía 66 años. Murió de un infarto en California —cerró el chat.

Yo estaba en Cancún en un lugar de la zona hotelera.

—¿Ya supo que se murió Juan Gabriel? —le pregunté a una camarera gordita.

—¡No diga mentiras, joven!

—¡En serio! A las 11 de la mañana. Tenía 66 años. Murió de un infarto en California.

La dejé tendiendo la cama.

Sus ojos se pusieron llorosos mientras yo tarareaba “y es verdad que la costumbre es más fuerte que el amor”.

Bajé y tomé un taxi.

—¿Ya supo que murió Juan Gabriel? —le dije al conductor.

—No es cierto, joven. ¿Cómo va a ser? —me contestó.

—¡En serio! A las 11 de la mañana. Tenía 66 años. Murió de un infarto en California.

El taxista se llenó de nostalgia:

—Hace como un mes lo vi por esta avenida. Iba con una señora. Se ve que era su sirvienta. Llevaba dos sillas. Me hizo la parada y yo dije “pero si es Juan Gabriel”. Amarramos las sillas arriba de mi Datsun y lo llevé a su departamento. Vivía en Puerto Cancún. Tenía un yate. Era bien sencillo.

En el Porfirio’s ya todos le rendían un homenaje muy sentido a Juan Gabriel.

Videos, canciones, gente colapsada.

Los meseros opinaban y contaban otras anécdotas.

“Un día vino aquí y pidió unos tacos sudados”.

Entré al baño.

Juan Gabriel cantaba Amor eterno.

Conté las sílabas de sus canciones: Ora unos octosílabos, ora unos endecasílabos, ora unos alejandrinos… con hemistiquio, pero alejandrinos.

De pronto me sentí triste.

Como si alguien cercano se me hubiera muerto.

Entonces empecé a crear mi propia mitología sobre Juan Gabriel e hice la crónica de todas las veces que lo vi en conciertos o en televisión.

“La última vez fue en Puebla. Hace unos días. En la inauguración de Acrópolis”…

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