La Quinta Columna

Por: Mario Alberto Mejía / @QuintaMam

 

Murió el poeta peruano Rodolfo Hinostroza.

Murió como siempre supe que moriría: de un aneurisma.

En realidad ya había muerto varias veces.

Yo lo había visto morir cuando vino a Puebla allá por el año 2009. Lo conocí —si no me equivoco— por Roberto Garcilazo, director, entonces, de la Casa del Escritor.

Hinostroza estaba hospedado ahí.

Nos fuimos a cenar con él a La Conjura y hablamos largamente de poesía.

Lo leí por primera vez fue en 1976, gracias a un libro que me prestó el poeta argentino Jorge Boccanera.

Ese libro era Contranatura.

Su lectura me deslumbró, aunque en ese tiempo yo me fui por un paisano y contemporáneo suyo: Antonio Cisneros.

Cuando cenamos en La Conjura sabía que estaba con uno de los grandes personajes de la poesía contemporánea.

Su poesía era cosmopolita y culterana, muy influida por unos de mis poetas de cabecera: Ezra Pound.

Charlamos, cenamos y bebimos como náufragos.

Hablamos de Cisneros y de Bolaño, y de todas esas cosas de las que habla un poeta venido del infierno.

Hablamos también de la gastronomía, otra de sus pasiones.

Lo volví a ver a los pocos días en la casa de Garcilazo.

Ahí estaba también el inolvidable Pepe Prats.

Él fue quien nos invitó a una fiesta a la casa de Frank Loveland, en Cholula.

Nos fuimos ebrios y contentos en un Beetle descapotado que yo tenía entonces.

Hinostroza bromeaba y reía como el adolescente que vivió en La Habana o como el joven que ingirió el humus de París.

Yo manejaba y recitaba algunos versos de su Imitación de Propercio, uno de los poemas más grandes de la poesía hispanoamericana.

Por fin llegamos a la fiesta y a los pocos minutos Hinostroza ya se había instalado con un cigarro de marihuana en las manos.

Le dio tres o cuatro toques profundos.

(Los toques más religiosos que he visto dar a alguien).

Reía cuando tomó el décimo vaso de vodka: una risa larga y cargada de toses.

De pronto abrió los ojos brutalmente y se fue de espaldas.

El golpe fue seco.

Estábamos en la cocina cuando se desplomó.

Una mano apagó la música.

También las voces se apagaron.

Alguien dijo: “Este hombre está muerto”.

Cuando estábamos a punto de llorar, Hinostroza se puso de pie y siguió bebiendo.

“Esto me pasa de vez en cuando”, confesó.

Hace unas horas que supe de su muerte sólo tuve el impulso de leer su Imitación de Propercio y de escribir estas líneas desatadas. Descansa en paz, poeta.

 

Un Poema a Hinostroza

Hace dos años escribí un poema sobre el incidente de la casa de Cholula.

Hoy que el poeta ha muerto lo dejo en la mirada de mis hipócritas lectores:

 

Muerte y Resurrección de Rodolfo Hinostroza

 

De amor y marihuana

Están hechas las puertas del infierno.

De amor, de alcohol y marihuana.

Buena combinación

Para terminar ladrándole a la luna.

O morir de un infarto al miocardio.

Esa noche poblana, juro por mis descendientes,

¡Oh, César!,

Vi al poeta Hinostroza caer al piso de una cocina
Cholulteca.

Cayó en el minuto 44 del segundo tiempo,

Cuando el alcohol les iba ganando

A los invitados.

Cayó cerca de mí.

Pasó rozándome.

Sin zancadilla de por medio.

Está de testigo el escritor cubano José Prats,

Con quien incendiamos esa noche

El jardín de la Inocencia de Rodolfo Hinostroza.

Bebía un vodka el poeta.

O un brandy.

O una cerveza.

No lo sé, y carece de importancia.

Bebía, pues, en una cocina sucia

–Como son las cocinas cholultecas

a la mitad de una fiesta–

Cuando de pronto exclamó y dibujó

Una gran O con su boca

Y cayó con su más de 1.75 de estatura.

¿O era 1.80?

De un solo golpe.

De pies a cabeza.

Como una tabla peruana.

Directo al piso.

Junto a los trastes sin lavar.

Y esa O quedó dibujada en la boca del poeta.

Rígido, él, por completo.

Lejos de cualquier respiración.

Tieso como una ballena peruana

De la que pueden salir millones

De hot-dogs.

Un minuto pasó

Y todos creímos que el poeta había muerto.

Y el vaso de vodka o brandy o cerveza

Estaba rígido en su mano.

Vaso y poeta más tiesos

Que Eugenio Marchbanks cuando

Cándida prefirió a su marido y no a él.

Un minuto pasó cuando de pronto,

¡Oh, César!,

El poeta se levantó de un solo salto,

Le dio un trago a su vaso

–que aún contenía líquido–

Y se fue a fumar marihuana

Con el dueño de la casa

Y varios gentiles y muy cultos y decentes invitados.

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