La Quinta Columna

Por: Mario Alberto Mejía / @QuintaMam

 

Tema para un ensayo: un lector no debería conocer a sus escritores favoritos personalmente.

La Feria Internacional del Libro de Guadalajara es una ventana abierta a los libros y a los escritores.

Si uno va como espectador a algunos de los múltiples foros que ahí se programan se encontrará con varios de sus poetas y novelistas favoritos.

Hasta ahí todo es tan azul y redondo como un techo.

El problema empieza cuando el lector acude a la cantina del hotel Hilton, sede permanente de la mayoría de los escritores mexicanos que van a la FIL.

Digamos que en dicha cantina —llamada felizmente La Reforma 1— los poetas y novelistas pasan la mayor parte del tiempo que están en Guadalajara.

No es una mala elección.

Y es que ahí se puede beber y comer como Dios manda.

(Las costillas de cerdo son una auténtica Rosa de Guadalupe).

Dicha cantina sirve también como el espejo que atraviesa Alicia: la del País de las Maravillas.

Jorge G. Castañeda, por ejemplo, tiene dos personalidades.

Es uno como profesor en la Universidad de Nueva York y autor de algunos libros notables, y es otro como usuario de la cantina del Hilton.

Vea el hipócrita lector:

Eran casi las doce de la noche del domingo 4 de diciembre cuando el autor de La Herencia llegó a la cantina acompañado de una mujer con la que debe guardar alguna relación.

Ambos entraron como a una fiesta: empujando alegremente las puertas de la cantina.

Al ver llegar a Castañeda, el mesero que nos atendía musitó: “¡No, Dios mío!”.

—¿Qué pasa? —preguntó uno de nosotros.

—Es que ayer este señor fue un dolor de huevos. Se puso de lo más impertinente —confesó.

Castañeda y su amiga se sentaron y a grito abierto pidió dos Etiqueta Negra con agua y hielos.

Luego continuaron una charla que al parecer habían interrumpido mientras entraban a la cantina:

—¿Así que anduviste con Willie García? ¡Qué horror! —dijo el sesudo analista de televisión que aspira a ser candidato independiente en 2018.

La mujer no se la acababa.

Dio veinte argumentos pero todos se estrellaban ante un juicio fatal:

—¡Pero si es un pendejazo!

Luego apareció en la charla una tal “Mary”, a la que Castañeda de inmediato calificó como la “gorda”: la gorda Mary.

—¡Esa pinche gorda era una ladrona! ¿Cómo se llamaba? Ah, sí: Mary. ¡Pinche gorda! ¡La gorda Mary!

Nuevas rondas de whisky acompañaron la conversación a gritos pese a que los meseros ya habían dicho que se cerraría el bar.

—¡Me vale una chingada que cierren el bar! ¡Yo quiero mis Etiqueta Negra! —exigió el hijo del canciller de López Portillo.

Castañeda estaba de fiesta y nadie la interrumpiría.

Así lo pensaba con su whisky en las manos.

Hizo una llamada telefónica para compartir sus ideas sobre Mary —“la gorda ladrona”— y el ya famoso “Willie García”.

A los dos minutos llegó el convocado.

—¿Cómo ves que Bárbara fue novia del pendejo de Willie García y conoció a la gorda Mary? ¿Te acuerdas de la pinche gorda?

Los pocos parroquianos de la cantina no podíamos dejar de escuchar al canciller de Fox.

Por más que quisiéramos, era inevitable oírlo.

El mesero se acercó y nos dijo:

—Este señor ya nos volvió a echar a perder la noche.

En efecto: al día siguiente nos enteramos que la fiesta de Castañeda terminó a eso de las cuatro de la mañana.

Hubo dos temas recurrentes en la conversación: Mary —“la gorda ladrona”— y Willie García —“el pendejazo”—.

Ahí me surgió el tema para un futuro ensayo: un lector no debería conocer a sus escritores favoritos personalmente.

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