Y si no, también

Por Carlos A. Alatriste M. / @carlosalatristm

¿Y después del gasolinazo qué? Pasado el enojo, la molestia, la inconformidad, quienes tienen que transportarse en auto pagarán el costo del combustible. Y ya.

Los políticos y funcionarios públicos tendrán sus vales de gasolina incluidos en el presupuesto. Sin problema.

Los industriales y empresarios transferirán –como indican los manuales- el incremento a los precios de sus productos. Pepe y Toño no pierden…

Jodidos, los empleados, esos sí, porque no tienen privilegios ni a quién transferirle el costo; pero ya se irán acostumbrando.

“Otra vez será así, otra vez así estarán las cosas”, decía un proverbio náhuatl. Y decía bien, porque en el pensamiento mesoamericano prehispánico el tiempo era cíclico: lo que estamos viendo ya sucedió antes y volverá a suceder.

Esta conformidad, más resignada que apática, tiene muchas causas y una de ellas es la concepción que se tiene del tiempo.

Un tiempo recurrente entraña en sí mismo límite y esperanza: lo malo regresa inevitablemente pero lo bueno también se repite.

Lo más sabio, en este horizonte intelectual, es aceptar lo que trae el tiempo. Ser contemporáneo.

De la obsesión de los pueblos mesoamericanos por el flujo y la importancia del tiempo ha hablado ya Alfredo López Austin en su libro Los mitos del tlacuache.

Según él, la importancia del tiempo estaba dada por la interacción social, por un lado, y la transformación del entorno, por otro. Esto, además del desarrollo de la observación astronómica y la escritura permitió a los grupos en el poder construir aparatos de control para imponer su linaje.

Extendiendo el argumento podría decirse que un pueblo es un grupo de personas con una idea de tiempo compartida. Para gobernar al pueblo, entonces, hay que actuar conforme a esa idea. Hacer política del tiempo… y desde luego “respetar los tiempos”.

Dice López Austin, a propósito de la idea mesoamericana del tiempo, que “cada ciclo explicaba así la regularidad de las vueltas de la naturaleza”. Lo natural es que las cosas se repitan.

Más todavía, en esta cosmovisión, el tiempo de los humanos era una consecuencia del tiempo trascendente o divino: los mortales no podían dedicarse al ocio feliz porque debían vivir de acuerdo a las consecuencias del deseo de adoración, la lujuria, la violencia y el desprecio de la norma por parte de los dioses. Y en términos de desenfreno el panteón mesoamericano no era tan diferente del romano o el griego. En todos lados se cuecen habas.

En un mundo secularizado, los dioses son sustituidos por los políticos, cuyos caprichos, intereses y conflictos dan forma al tiempo del resto de los mortales quienes terminan siendo excluidos y afectados por las leyes. Excluidos porque nadie les pregunta si quieren y afectados porque tienen que apechugar.

Claro –pensará el lector, la lectora-, pero estamos hablando de una idea premoderna del tiempo, propia de una mentalidad agrícola. Para un pueblo moderno el tiempo es lineal, sin regreso. Es imposible que la película se repita. “Ya lo pasado, pasado”, dice la canción.

Un pueblo que piensa y vive el tiempo en ciclos no admite el progreso. El cambio sin retorno no cabe en la cabeza de la gente. Innovación y disrupción en este esquema suenan a blasfemia.

Al final, lo cierto es que la idea que tenemos del tiempo es más que una idea. Y vale la pena pensar en ello.

*

Aprovecho la ocasión para desearle al querido lector, a la amable lectora, un feliz año. Que 2017 traiga logros personales, familiares y profesionales.

 

 

 

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