La Quinta Columna

Por: Mario Alberto Mejía / @QuintaMam

 

Manuel Bartlett siempre minimizó a Melquiades Morales.

Lo consideraba algo así como un producto típico de la aldea.

Cuando Bartlett estaba por irse a su frustrada y ridícula aventura presidencialista, quiso dejar un heredero en la persona de José Luis Flores.

Se le hizo fácil pensar que su músculo político era suficiente como para aplastar al político poblano.

El 24 de mayo de 1998, Melquiades Morales les ganó no sólo a Flores y sus muchachos —entre los que estaba el hoy lopezobradorista Nacho Mier—sino al solitario huésped de Casa Puebla.

Con don Melquiades ganó también una forma de hacer política, muy lejos del despotismo ilustrado que predicaba Bartlett.

Y ganó con él la clase política —cada vez más escasa— que cuidaba la forma y el “modito” de hacer y decir las cosas.

Lázaro Cárdenas siempre creyó que en la forma de pedir las cosas estaba la llave para abrirlas.

Y ese “modito” lo usó sobre todo en sus encuentros con los indígenas y los campesinos, ésos a los que Bartlett menospreció siempre.

Eran kilométricos los saludos que desde siempre daba don Melquiades en sus encuentros públicos.

Hoy, todos los que quieren ser políticos profesionales hacen lo mismo.

Tanto diputados y gobernadores como alcaldes y presidentes de la república.

La fórmula Melquiades, en este lado del país, es como la fórmula de la Coca Cola: la fórmula del éxito.

Con la llegada de Mario Marín a Casa Puebla todo mundo creyó que el buen trato y el cuidado de la forma continuarían.

Todos se equivocaron.

Marín —un déspota escasamente ilustrado— siguió la receta de Bartlett: la del gran solitario altanero y soberbio.

(Bartlett tuvo que inventarse un rostro amable para ser aceptado por los que aún no lo conocen).

Marín llevó a vivir al gobierno de Puebla los siete pecados capitales.

Hoy no se puede parar en ningún lado.

Don Melquiades, en cambio, sigue cabalgando.

Y de qué manera.

Durante la fiesta de cumpleaños de Gerardo Lara Said —antesala de su merecida llegada a la Presidencia del Colegio de Notarios—, don Melquiades llegó y se puso a saludar a todos los convocados.

Cuando le di un abrazo, me jaló y me dijo con la cortesía de toda la vida: “Me lo robo unos minutos. Hay mucho de qué hablar”.

Apenas dimos el primer paso cuando sobrevino un saludo caluroso.

Otro paso, otro saludo.

Un tercer paso, una selfie.

Cerca de cincuenta personas —aparte de las que antes había saludado— insistían en cruzar saludos, abrazos o unas palabras simplemente con él.

Fue la gran figura de la fiesta.

Entre abrazo y abrazo, conversamos.

Modesto, sencillo, preguntaba en lugar de imponer su idea.

Y escuchaba con la atención con la que ha escuchado toda su vida.

Hoy que está por convertirse en el embajador de México en Costa Rica, comparto la felicidad que debe sentir.

No es para menos: esta embajada es la coronación de una larga carrera de éxito y trabajo.

Mucho trabajo.

Mucho éxito.

Muchas luces en un oficio en el que —hoy como nunca— suelen aparecer las sombras.

Salud, señor embajador.

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