La Quinta Columna

Por: Mario Alberto Mejía / @QuintaMam

 

No la he podido ver.

No la he querido ver.

Prefiero recordar a Enoé González Cabrera irrumpiendo en cualquier espacio con sus carcajadas y entrando en una conversación con su voz rotunda, grave, generosa.

Los hospitales no me gustan.

Cuando estuve en uno hace tres años cerraba los ojos para no ver dónde me encontraba.

Los hospitales —aún los cálidos— conservan un olor a cloroformo.

Suenan a calzado clínico de enfermera caminando por un piso frío, recién trapeado.

(“Por ti pintan de azul los hospitales”, le escribió Neruda a García Lorca en una oda).

En México, no sé por qué, el color oficial de los hospitales es el amarillo-depresión o el amarillo-bilis.

Un domingo de enero nos fuimos a comer al restaurante Azur.

Ya no era la misma.

Había algo en ella que ocultaba a la mujer feliz que ha sido siempre.

No hubo tantas carcajadas esa vez.

Hubo en cambio una mirada nostálgica que quería decirnos algo.

Recuerdo a Enoé el día que la conocí en Huauchinango: jubilosa, cariñosa, abrazando a todo mundo.

A los pocos meses la vi en el Cine Catalina rindiendo protesta como presidenta municipal.

Dos cosas quedaron siempre en el recuerdo: la frase fidelista “con Huauchinango todo, contra Huauchinango nada” y una señora que no se le despegó ni a la hora de las fotos oficiales.

Una mujer humilde, de cabello largo, de mirada extraña.

—¿Quién es esta señora, Enoé? —le pregunté varios días después, teniendo casi encima la mirada hosca de la mujer.

—¡Es mi comadre Herminia! —dijo, y soltó una carcajada.

—¿Y por qué nunca se separa de ti?

—¡Ohhh, mi Mario, porque es la que me cuida de los malosos!

Ahí entendí que era una especie de bruja buena que le alejaba los malos espíritus que suelen visitar a los políticos.

A la señora la sustituyó con el tiempo la Virgen de Juquilita.

Cada año iba a verla con una devoción extraña.

Era algo más, para ella, que una Virgen del ritual católico mexicano.

Y con esa devoción le hizo un altar en su casa donde comíamos los platos más excelsos preparados por una colaboradora suya.

Tras largas décadas dedicadas a la política y al servicio de la gente, Enoé está hoy ausente en algún hospital poblano.

Vive algo así como un exilio personal en el que el tiempo no transcurre.

Su área de Broca entró en receso.

Y ella misma está hoy, como diría Flaubert, a la altura de su destino.

Cuando José María Pérez Gay entró en receso, su hermano Rafael empezó a notar los cambios rutinarios.

El brillante intelectual doblado de novelista terminó en una silla de ruedas ya sin el lenguaje que manejó como nadie.

Una última palabra rescató de su vocabulario enorme: “complicado”.

Cuando le preguntaban algo —cualquier cosa— sólo decía: “es complicado”.

Complicada su situación.

Complicada su nueva vida.

Complicado su conflicto de salud.

Es complicado lo que hoy enfrenta mi queridísima Enoé, con quien —como en el poema de Miguel Hernández— tenemos que hablar de tantas cosas, compañera del alma, compañera.

Rafael Pérez Gay relata en el libro “El cerebro de mi hermano” una anécdota que  su hermano José María siempre contaba: cuando, encontrándose en Turín, “Nietzsche vio a un cochero darle un fuetazo a un caballo para que se moviera”.

“El filósofo —escribió Pérez Gay— cubrió al caballo con su cuerpo y empezó a llorar sin consuelo. Nietzsche nunca regresó de esa noche.”

Alguna vez compartí esta historia con Enoé y ella se conmovió tanto que se le llenaron sus ojos de lágrimas.

Pese a su fortaleza, Enoé es puro corazón.

Desde mi tristeza interior le mando un beso y unas cuantas palabras.

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