La Quinta Columna

Por: Mario Alberto Mejía / @QuintaMam 

El hombre canoso, robusto, de piel muy blanca, entró a una iglesia en Atlixco.

Una señora que celebraba sus cincuenta años de edad lo vio y lo reconoció de inmediato:

“¡El juez Garzón!”.

Y se tomó varias fotos con él, al tiempo que recordaba algunos de los casos que convirtieron en una especie de rockstar al hombre nacido en Jaén, Andalucía, en 1955.

Con el juez estaba Gerardo Islas Maldonado, secretario de Desarrollo Social del gobierno del estado, quien encabezó una gira de dos días por las zonas más dañadas por el sismo del 19-S.

Otras personas también reconocieron al hombre que inició una causa penal en contra de Augusto Pinochet —que culminó con su arresto en Londres, Inglaterra—y a quien coordina a docenas de abogados de todo el mundo en la defensa de Julian Assange, fundador de WikiLeaks.

El encuentro para viajar a Tehuitzingo se dio en el restaurante Pasquinel, del hotel Rosewood.

Sencillo, afable, cordial, Garzón habló en el desayuno del caso Cataluña, de la trama Gürtel y de los inefables Pujol, cuya cabeza visible es la “Jefa” Martha Ferruzola.

Durante el trayecto, el gran tema fue el proceso iniciado en favor de las víctimas de la Guerra Civil española y el franquismo, mismo que desató las reacciones más diversas no sólo de la derecha española –la que come hostias en el desayuno—sino de la izquierda mojigata.

(Hoy por hoy, el franquismo sigue siendo una piel sensible en el brazo de España, y no hay una materia en las universidades que abra las venas de ese cáncer).

El juez Garzón responde todas las preguntas.

No evade ninguna.

Está acostumbrado a conversar.

Viajero infatigable, reside en Madrid, pero sus dormitorios están en los cincos continentes.

Es la segunda vez que viene a Puebla por invitación expresa de Gerardo Islas Maldonado, su amigo.

Apenas bajamos de la camioneta, Garzón se convierte en un hombre solidario con las víctimas, él, que durante años, las ha escuchado pacientemente y ha enarbolado sus luchas, lo mismo en España que en Argentina.

(Antes de Garzón, la palabra justicia era una telaraña abstracta. Hoy tiene nombre y apellido).

Entramos a una casa destruida, y Garzón saluda a una octogenaria que cuida las ruinas día y noche.

Las habitaciones están tan colapsadas como el baño y la cocina, pero ella está ahí para cuidar quién sabe qué cosas.

Incluso duerme a la sombra de la debacle, como una forma de guardar los recuerdos.

No se ve desesperada.

Las víctimas tienen una extraña esperanza que las mantiene en pie y sonrientes.

Eso me dice Garzón cuando la dejamos con sus ruinas.

—En todos lados, las víctimas guardan sonrisas que dar pese a que perdieron todo.

Gerardo Islas habla con los damnificados —esa extraña palabra con la que algún día todos seremos conocidos— y les confirma que es cosa de días para que empiece la reconstrucción de sus viviendas.

Sabe lo que dice.

Bajo su mando se construyeron las casas de los damnificados por el huracán Earl en la Sierra Norte.

Las que aún no han sido edificadas son una asignatura pendiente del precandidato Juan Carlos Lastiri, más ocupado en su promoción personal que en su trabajo como subsecretario de la SEDATU.

El recorrido no es grato:

Escuelas, iglesias, casas hacinadas en el polvo, escombros que dejan ver algunos muebles, muros que amenazan con caer, una muñeca rota, el recuerdo de un cuarto en el que alguna vez estuvo una pareja…

Y polvo.

Mucho polvo.

Polvo en los tacos de cecina que comemos en un mercado al aire libre.

Polvo en la salsa roja que devora el juez Garzón.

Polvo en la parroquia de San Miguel Arcángel.

Polvo en las uñas de quienes ahora viven en casa de campaña a la sombra de árboles mancillados por el sismo.

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