La Quinta Columna

Por: Mario Alberto Mejía / @QuintaMam 

Toño Torrado, presidente de 24 Horas, me invitó a comer con José Antonio Meade un jueves 4 de mayo en Palacio Nacional.

Entre otras plumas del diario, acudieron Enrique Campos (también co-conductor de Despierta con Loret), Alberto Latti (comentarista deportivo doblado de un brillante analista financiero), Dolores Colín (productora de López Dóriga en Radio Fórmula), José Ureña, Alberto Rueda, Lalo Salazar y otros más.

La comida fue en el Salón de los Secretarios, un espacio cargado de energía y poblado de retratos pintados de los más diversos titulares de la dependencia: desde Romero de Terrero, pasando por Plutarco Elías Calles, hasta Ortiz Mena, López Portillo y Pedro Aspe.

En la comida —privada, privadísima—, Meade, en mangas de camisa y corbata italiana, se mostró como alguien que se estaba preparando para ser gobernador del Banco de México.

Sólo dos de las muchas preguntas que le hicimos tuvieron que ver con la sucesión.

Con un manotazo en el aire —manotazo lento, pero manotazo—, desechó la idea y pasó a otros temas.

Cuando salí y caminé a un costado de la Catedral —era un jueves lluvioso en la Ciudad de México—, me llevé la idea de que la gente de Osorio Chong —cierta gente que compra bolsas Prada en Polanco— no estaba en el ánimo del secretario.

También cruzó por mi mente que si alguien estaba descartado en la sucesión de Peña Nieto, ése era Meade Kuribreña.

Miré a lo lejos Palacio Nacional —México bajo la lluvia— y recordé la frase de Roberto Bolaño en Los Detectives Salvajes:los crepúsculos más largos suceden en la ciudad de México.

Ése crepúsculo líquido era, en efecto, un crepúsculo rosa y azul sobre Palacio Nacional.

¿Quién lo iba a decir?

Semanas después el inquilino de una de las oficinas más poderosas del Palacio construido por Hernán Cortés entraría a la sucesión presidencial, que es como sacarse un boleto en la Ruleta Rusa.

Hoy, a la distancia, pienso en esa escena y creo que la imagen de un hombre apacible, despojado del virus del poder absoluto, hubiera sido impensable si bajo aquél crepúsculo —bajo aquella lluvia— el virus de la sucesión hubiese brotado de las lajas de piedra del Palacio en el que murió, de angina de pecho, nuestro sacrosanto y nunca bien ponderado Benito Juárez.

 

El Padrote en el Salón Veracruz

Emmanuel Carrère, autor de la celebérrima novela El Reino, entra como viril padrote al Salón de Baile “Veracruz” en una zona lúgubre de Guadalajara.

Detrás suyo va una chica delgada, francesa, con aires de anorexia, así como sedicentes amigos de la celebridad vestida de negro.

O sedicentes guaruras.

O sedicentes secretarios auxiliares.

O simples amigos de parranda.

Carrère va borracho o drogado —o las dos cosas—, y camina con las manos en las bolsas delanteras del pantalón negro.

No saluda a sus fans —que lo miran orgásmicas desde las mesas baratas— porque no quiere o porque no tiene tiempo o porque no quiere ni tiene tiempo.

Y se dirige directo a donde una orquesta genial —como lo son todas las orquestas baratas que tocan en los antros de mala muerte—toca como si fuera la Matancera o, en el peor de los casos, la Santanera o cualquier orquesta dirigida por Acerina o el negrísimo Mariano Mercerón.

Una vez frente a ellos, Carrère —novelista mundialmente aclamado, parisino de corazón— observa los trajes blancos y a un tipo de cabellera más blanca que la de Juan José Arreola, y se pone a bailar, en su metro cuadrado, algo que parece un chachachá tardío.

Luego se sienta junto con sus contertulios en una mesa y bebe como si no fuera el hombre que se dice que es.

Olvidaba decirlo: cuando el rockstar miraba a la orquesta, la Negra, mi mujer, detectó una panza enorme que salía de su vientre y no pudo menos que lamentar que el padrotillo vestido de negro fuese tan parecido a un albañil o a un chofer o a un cargador de la Merced.

Antes —siempre hay un antes y después un después—, la Negra y yo habíamos comido con un sabio de 85 años que ha traducido como un Dios a Salman Rushdie, Thomas Bernhard y a Franz Kafka entre otros: don Miguel Sáenz, gentilhombre como pocos, mesurado, cuidadoso de no rebasar los límites que se ha marcado.

La cita fue en la cantina Reforma 1, en el hotel Hilton, frente a la Expo que alberga la Feria Internacional del Libro de Guadalajara.

En esa comida con don Miguel, convertido en un Ezra Pound adicto al tequila blanco, pude confirmar que Dios a veces se nos presenta de las formas más inimaginables posibles.

Y es que poco faltó para que empezara a levitar y a dar la comunión a los sátrapas —algunos— que pueblan los pasillos de esta célebre feria que concentra a lectores de toda hispanoamérica.

Lo demás —dijo Tito Monterroso— es silencio.

O caos.

O caos y silencio.

Juntos.

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