Diario de Viaje
Por: Pablo Íñigo Argüelles / @piaa11

Qué suerte vivir en un tiempo en el que pude ver en una sala de cine el estreno de una película de Martin Scorsese. Qué suerte poder ver en un mismo cuadro a De Niro, Pacino y a Pesci.

Qué suerte que dure 3 horas y que a lo largo de ellas, vayamos de la mano del director a través de una historia contada con precisión milimétrica, con un toque prácticamente didáctico, como si fuéramos niños frente a un mapa, con un maestro que nos enseña cómo amar una tierra ajena, en la que jamás pondremos pie.

Qué suerte ver la fotografía de Rodrigo Prieto; o mejor dicho, qué
suerte no verla, nunca, en ningún punto de la historia, qué suerte que no distraiga, que no sea protagónica, que sea humilde, y grande, y sobria.

Qué suerte ser testigos de la selección musical de Scorsese, qué suerte poder ver una historia, escuchar otra y luego combinar las dos. Qué suerte que le guste el doo- wop, qué suerte que sea un perfeccionista, un curador y un genio.

Qué suerte vivir en un tiempo en donde exista el cine. La sala oscura alejada de todo, el conjunto de imágenes y códigos que conforman una idea y luego la proyectan; la esperanza anónima de un joven anónimo, cogiendo una cámara y grabando una calle, anónima también, sin un pelo en la bolsa, sin saber si lo que hace será visto alguna vez, sin saber siquiera por qué lo hace.

Qué suerte vivir para haber visto quizá la última gran película de todo una escuela de actores y directores, una escuela construida a mano por ellos mismos, en la suciedad, desde ella, por ella, en la locura y la perdición de la Nueva York de mediados de los setenta.

Qué suerte ver la Historia desde los ojos de Martin Scorsese.

De verdad, qué suerte.


Por otro lado, qué mala suerte haber visto The Irishman sentado entre la familia Telerín y un pachuco enamorado.

Qué mala suerte tener un oído sensible y haber escuchado durante toda la película el tecleo de las conversaciones virtuales de la matriarca de la antes citada familia.

Qué mala suerte haber escuchado cómo uno de sus integrantes mordía una torta crujiente y olorosa introducida en contrabando a la sala.

Qué mala suerte haber sido testigos del ritual erótico del pachuco y su novia, quien introducía media mano con papás fritas en su boca, y luego procedían al beso, tronado, en las partes silenciosas de la película.

Qué mala suerte que, después de que no tuvieron más papás ni bolsitas ruidosas, el Pachuco se haya subido como a un trailer, extendido las piernas y roncado discretamente.

Qué mala suerte


PS

Levante la mano el que ya haya sacado su cobertor San Marcos.