Por Claudia Luna

Omi tuto, ona tuto, ile tuto, tuto larogba, tuto lawé ikokó”, decía el sacerdote de Ifá a la vez que lanzaba pan, frutas y todo tipo de granos dentro de un hueco que había hecho en la tierra. Yo miraba volar las semillas como en cámara lenta y escuchaba sus rezos en un dialecto ajeno. “Hay que darle de comer a la tierra para que nos mantenga firmes y nos devuelva sus frutos”, explicaba entre plegarias que sonaban a cantos ininteligibles para mí. Rezaba en lengua lucumí, que es la variedad del yoruba, originario de África occidental y que se utiliza como lenguaje litúrgico.

Un amigo me había insistido para que lo acompañara. Llegamos a una casa que por fuera era como todas las demás del vecindario en un barrio cualquiera de la ciudad. Pasamos a la parte de atrás, al patio. Ahí estaban otras seis o siete personas, todas con la cabeza cubierta. Cuando empezó la ceremonia, todos parecían saber qué hacer, como si lo hubieran hecho muchas veces, incluso parecían repetir los rezos en voz baja.

Ahí, parada entre ellos, me percibía como si estuviera dentro de un remolino que no me permitía salir. Observaba al oficiante, reparaba en sus movimientos ágiles y expertos. No podía descifrar su edad, parecía correr entre los años. A ratos recordaba a un viejo y a ratos sus gestos descubrían a un muchacho. Supe que él creía en lo que hacía con cada palabra que pronunciaba y con cada uno de sus ademanes. A su lado, se me ocurrió que él se había preparado durante muchas vidas para estar ahí y yo con él.

Todas las culturas poseen sus propias ceremonias. Se tratan de acciones que se llevan a cabo de acuerdo con una costumbre, un reglamento o una norma con la finalidad de rendir culto, respeto o adhesión a algo o a alguien. Son capaces de comunicar un sentido de lo venerable a miembros de culturas forasteras. Logran conmover o emocionar a cualquiera que sea testigo.

Me intrigan los rituales que conservan vestigios de nuestra esencia, de nuestra aparición en el planeta. Un coco y una piedra se pueden transformar en elementos de culto para los practicantes de la religión yoruba. El río, el mar y la manigua son lugares sagrados donde habitan sus deidades. Hace sentido si observamos de dónde venimos como especie y cómo empezamos a caminar. El oficiante de Ifá se cubre la cabeza con un gorro para resguardarla. Es la parte de nuestro cuerpo que nos une con el universo. Durante la ceremonia, hace varias marcas en su cuerpo y en el de los presentes como protección contra la muerte. Utiliza una tiza blanca elaborada especialmente para este fin.

Desde el principio de los tiempos vivimos rodeados de ritos. Algunos no los reconocemos por ser cotidianos, sin embargo, nunca son intrascendentes cuando son auténticos. Estos actos atraviesan las barreras culturales y largos períodos de tiempo. Provocan una impresión intemporal que es accesible a todos los miembros de nuestra especie.

Uno de los ritos más sencillos, francos y reconocibles para todos es cuando una mamá acuna a su bebé y le canta. Se reestablece el lazo que existía cuando el hijo estaba en el vientre. El abrazo, el movimiento y la palabra los transporta a un mundo de dos. Cuando arrullaba a mis bebés, yo cantaba con mi voz desafinada que en algún momento parecía recomponerse y adquiría un matiz nuevo, como si se puliera con el brillo de lo verdadero y lo posible. Tan posible como el niño que llevaba en brazos y que había salido de mí. A la voz de “arriba del cielo hay una ventana…” el cuarto se inundaba de paz y mis niños dormían tranquilos.

La manera de acercarse a las costumbres de otro grupo radica en dejar de concebirnos separados unos de otros y mirarnos como uno solo. Un ser continuo desde que nuestros antepasados pusieron los pies sobre el planeta.