Bitácora
Por: Pascal Beltrán del Río 

Llevo más de una década de ser usuario de las redes sociales y de entrar diariamente en Twitter.

Una vez intenté salirme y sólo duré seis semanas. No es fácil para un periodista abstraerse de lo que ahí ocurre y renunciar a las enormes posibilidades de encontrar y divulgar información.

Pero sí llega a ser un fastidio navegar todos los días entre los insultos fáciles que contaminan el aire de las redes y lo vuelven a ratos irrespirable. Sobre todo, porque uno llega a constatar que una gran parte de los usuarios –no sé si la mayoría, pero sí muchos– sólo está ahí para dar rienda suelta a su enojo, y en varios casos a su odio.

A lo mejor usted está pensando “es que hay muchas razones para estar enojados”. Seguramente. A diferencia de la generación anterior a la mía, que no tuvo que ver imágenes del Holocausto en tiempo real, hoy en día es inevitable toparse en la televisión e internet con escenas horribles, como los asesinatos que ocurren todos los días en este país o la limpieza étnica en el noroeste de Siria o los miles y miles de cuerpos de canguros y koalas quemados regados en las carreteras de Australia.

Pero también hay razones para estar optimistas. No es muy popular decirlo, pero este mundo es mucho mejor que en el que crecieron mis padres y muchísimo mejor que aquel en el que vivieron mis abuelos. Les doy un solo dato, que leí esta semana en el nuevo libro de Julio Frenk: apenas en 1970, la mayoría de las personas que moría en México eran niños menores de cinco años de edad; para 2017, esa proporción había bajado a sólo 4.3 por ciento.

Pero más que el enojo, lo que harta es la superioridad moral de la que están plagadas las redes. Uno no puede decir que entristecen los daños que sufrió la catedral de Nuestra Señora de París en abril pasado y que se trata de una pérdida para el patrimonio de la humanidad sin que alguien irrumpa en la conversación posterior para reclamar una falta de empatía con los desvalidos. Como si uno no pudiera sentir desazón por ambas cosas.

En los últimos días de diciembre leí un artículo de la escritora turco-francesa Elif Shafak que me dejó pensando.

“Solía gustarme mucho mi enojo”, escribe la autora de El arquitecto del universo. “Cuando yo era joven, era algo precioso para mí, ese fuego ardiente, esa rabia incandescente que podía guardar entre mis manos como una linterna, sin darme cuenta que no me proveía de nada, no me daba ni luz ni calor y, en cambio, me quemaba la piel”.

Con el tiempo, agrega, “aprendí algo precioso: si bien al principio el enojo puede sentirse maravilloso, después se vuelve bastante tóxico, repetitivo, hueco y atrasado (…) Cuando no se le atiende, se convierte en corrosivo. Y, sobre todo, adictivo. Necesita ser diluido y equilibrado con sentimientos poderosos y positivos, como compasión, generosidad, hermandad y amor”.

Y relata que cuando se reencontró con su padre, muchos años después de que éste se divorciara de su madre y se volviera a casar, se sintió indignada. “Pero no porque él no hubiese querido saber de mí antes, sino porque me di cuenta de que era, esencialmente, un buen hombre (…) Si hubiera sido una mala persona, la situación habría sido más fácil de digerir. La confusión que sentía sólo alimentaba mi ira”.

El verdadero daño que hace el enojo generalizado que circula en las redes –y refleja, creo, lo que sucede en la sociedad– es extender la noción de que nada de lo que sucede es suficientemente bueno como para hacerlo notar y ningún problema tiene solución.

Ya lo hemos visto: el enojo es poderoso. Puede dominar las conversaciones colectivas y hasta ganar elecciones. Pero no construye, no conduce a lugar alguno, no resuelve problemas, sólo inmoviliza.

Cuando una fuerza política llega al poder sobre la espalda de la ira, pronto ve que ésta no sirve para gobernar y entonces tiene que empezar a ver a quién le echa la culpa de sus promesas incumplidas.