Foto: Jafet Moz

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El día que Sara se quedó a vivir con la familia del asesino de su mamá 

Contexto en cifras. Hasta octubre de 2019, un conteo basado en notas periodísticas iniciado en 2013 arrojó que había 491 mujeres asesinadas por razones de género en el estado. Dos de cada 10 tenían hijos. En 38 casos el asesino fue su esposo, novio o pareja sentimental. A la fecha sólo tres habían recibido sentencia. La pena más alta fue de 40 años de prisión.

Cuando Sara tenía tres años y seis meses de edad su papá asesinó a su mamá. En medio del proceso legal después del crimen, sus abuelos paternos buscaron a un juez de lo familiar para quedarse con la custodia de la niña, le dijeron que la pequeña había quedado huérfana de madre –sin especificar cómo murió– y que su padre estaba preso. La juez nunca leyó el expediente y les creyó. 

Mientras, su tía Alejandra, hermana de su mamá, y su abuela materna Argelia, vivían una pesadilla. Ellas pensaron por tres semanas que Olga Nayeli –la madre de Sara–, sólo había desaparecido. Era el 9 de junio de 2014. 

Pasaron los días recorriendo hospitales, morgues, calles, bares, siguiendo pistas de su posible paradero y montando guardias en los Ministerios Públicos, hasta aquel día cuando Moisés –el esposo de Olga Nayeli y padre de Sara– confesó haberla matado a golpes con un marro, cercenar sus extremidades con un cuchillo –que tomó de la cocina– en el mismo cuarto donde estaba su hija, y luego meter lo restos de su esposa en bolsas negras, subirlas a su automóvil  y manejar para buscar un paraje solitario en otro municipio, sepultarla y calcinar los restos. Las dos buscaron a la niña, pero sus abuelos ya la habían ocultado. 

Así pasaron ocho meses más sin que su familia materna supiera dónde estaba Sara. La hermana y la madre de Olga Nayeli pelearon la custodia en cuanto se dieron cuenta de todo, la juez fue exhibida por la prensa por no haber leído el expediente y acusada de beneficiar a los abuelos del feminicida. Cedió a darles a ambas familias 15 días con la niña.  

Sara iba y venía cada dos semanas de la casa de sus abuelos paternos –una pareja sexagenaria que presumía su solvencia económica que le permitió a su hijo Moisés ser médico internista– al hogar que le brindaba su abuela materna, Argelia, quien la había cuidado desde que nació, al igual que a otra de sus nietas casi de la misma edad. 

Pero hace más de un año, en noviembre de 2018, al irse con sus abuelos paternos, la pequeña se despidió de su abuela y su tía. A Alejandra, la hermana de su mamá, le dijo que no las iba a volver a ver. Y ya no la han visto.  

DEBAJO DE UNA MESA

Ocho meses después de que asesinaron a su mamá, Sara regresó a la casa de su abuela materna, que ese domingo estaba repleta de más integrantes de su familia para darle la bienvenida. 

Ver a tanta gente la intimidó y se metió debajo de la mesa sin hablar con nadie. Ninguno de sus tíos y primos quiso asediarla y dejaron que ella sola saliera. Sara se asomó tímidamente hasta que empezó a jugar, aunque sus palabras dejarían sin aliento a su abuela Argelia y a su tía Alejandra: “En la escuela va un niño que se llama Chema y me dice la princesa fea, entonces, ya pensé que le voy a cortar el cuello, las manos y le voy a cortar las piernas y las patas”. 

“Todos nos quedamos sorprendidos, porque el hombre cuando declara dice que la niña estaba en la recámara, pero que no había visto nada.  De seguro oyó los gritos de su mamá o pudo ver todo”, dice Argelia, quien a la par de pelear por su nieta sigue luchando porque sentencien al asesino de su hija y, sobre todo, para que después de cinco años le entreguen los restos de Olga Nayeli y puedan sepultarlos, pues hasta octubre pasado –fecha en la que se hizo la última entrevista– seguían en un refrigerador del Servicio Médico Forense (Semefo). 

Sara preguntaba por su mamá, sin estar seguras de que ella recordara todo o de que vio cómo la asesinaron –aunque en un inicio se despertaba cada noche y decía tener la misma pesadilla, donde la echaban en bolsas negras– decidieron no decirle que ella había muerto porque sus abuelos paternos ya le habían dicho que la había abandonado y prefirieron no desmentirlos. 

Por eso, en cada cumpleaños, cada que la niña le soplaba a las velas de su pastel, su deseo era el mismo: que su mamá volviera. 

CÓMO RECUPERAR A SARA 

La última quincena que Sara estuvo en la casa de su abuela, hace más de un año, en el juzgado de lo familiar citaron a Argelia y Alejandra para notificarles que la niña, a sus escasos ocho años, había decidido quedarse con sus abuelos paternos, por lo que se terminaba el acuerdo de compartir la custodia. 

Determinadas a no perder a la pequeña,  su abuela y su tía no renunciaron a la custodia y decidieron que iban a esperar que sentenciaran a Moisés  –lo que está a punto de suceder aun con el paso lento del viejo sistema penal– y con papel en mano ahora sí pelear por Sara. 

Ello, pues la pugna en los tribunales ha sido desgastante al doble; han notado que los abuelos han recurrido a influencias y a su dinero para cargar la ley a su favor, inclusive sus asesores legales y el ministerio público que han llevado el caso han reconocido que en situaciones como la de Sara los hijos de una víctima de feminicidio suelen quedarse con la familia materna. Pero su caso ha sido la excepción. 

Los padres del asesino de Olga Nayeli acusaron que Argelia no podía cuidar de la niña por no tener los recursos suficientes, que le daban ropa regalada y que la regañaban. 

“Ahí está haciendo la posada, pidiendo posada, ahí está con sus dulces y partiendo la piñata, con sus primos. Entonces, no es una niña triste y nunca se la pasó mal en su casa, al contrario era muy feliz”, dice Alejandra, quien tiene cientos de fotos de su sobrina en el celular, al igual que las de su hija, ya sea en clases de baile, comiendo una hamburguesa, en convivios escolares o rompiendo la piñata. 

La mamá de Olga Nayeli, en cambio, conserva impresas las fotos de su hija y su nieta juntas. En una de ellas de la celebración por sus tres años se observa a Sara con el cabello negro, cuyo largo no rebasa la altura de los hombros, está adornado por dos moños blancos, del mismo tono que su vestido. Su madre la carga y sonríe a la cámara, mientras la pequeña mira a alguien más con el ceño fruncido.  

CUANDO A SARA LA ARREBATARON A SU MAMÁ 

–– ¿No está contigo Nayeli?––, dijo Moisés a Alejandra por teléfono. Era la 1 de la mañana del martes 10 de junio de 2014. 

––No, ¿por qué?––, respondió ella extrañada. 

––No aparece, está desaparecida––.

El lunes, Alejandra llamó a su hermana por teléfono para que le dijera dónde había comprado el traje de baño de Sara para las clases de natación y comprarle en el mismo lugar a su hija. Pero Olga Nayeli no respondió su teléfono. 

Moisés sí le respondió a su cuñada, pero se limitó a decirle que no podía responderle porque estaban haciendo “cosas”. 

Alejandra dejó de insistir y pensó que más tarde vería a su hermana cuando llevaran las niñas a clases de ballet. Sin embargo, en lugar de encontrarse con Naye –como le decían de cariño–, vio llegar a Sara con su abuela materna. 

––¿Por qué no está mi hermana?––, preguntó a la suegra de su hermana.  

––Es que tuvieron que hacer cosas. 

––¿Pero qué cosas son más importantes que la niña?

––Cosas. 

“A mi hermana no le gustaba que su hija estuviera con la señora porque ella tiene artritis reumatoide y es hipertensa. Entonces luego se mareaba y se caía”, dice Alejandra a cinco años de distancia. 

La hermana de Olga Nayeli insistió marcándole una y otra vez al celular para localizarla, mientras llevaba a la madre de su cuñado y a su sobrina a la casa del matrimonio, todavía con recelo de dejar a Sara en manos de su abuela paterna. 

La última vez que Alejandra habló con Olga Nayeli fue un domingo antes de que la asesinaran, cuando acordó con ella acompañarla a una consulta médica, porque semanas antes comenzó a notar que tenía moretones en sus brazos, dormía por mucho tiempo y olvidaba cosas. 

Cuando Olga Nayeli salió ese domingo de la casa de su mamá con Sara en brazos, le dijo a Argelia: “No nos dejes solas, vente con nosotras”. Fue el último fin de semana que vio con vida a su hija. 

LA BÚSQUEDA 

Después de que Moisés les avisó que Olga Nayeli estaba desaparecida, la familia comenzó a buscar en todas partes, aunque les extrañó que con la rutina de pareja de ir juntos a todos lados en algún punto ella se perdiera. 

“Él dice: ‘Quedamos de vernos en la casa de mis papás y no llegó’, cuando eso era ilógico, él nunca la dejaba. Así mi hermana tuviera que hacer un trabajo, él estaba a un lado para ver con quién estaba conviviendo. Se iba con sus compañeras, también él iba, nunca la dejaba”, repite Alejandra.

Olga Nayeli tenía 35 años, estudiaba en la Facultad de Lenguas en la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla (BUAP) y ya había terminado años atrás en la misma casa de estudios una licenciatura en Estomatología. También era la mayor de tres hermanos: de Alejandra y de Germán. 

Ese martes, cuando Olga Nayeli seguía sin aparecer, su hermano Germán anuncia ante la familia que ya iban a presentar la denuncia formal por desaparición, pero Moisés se negaba: “Hay que esperar a ver qué pasa”, decía. 

Antes de que cruzaran el zaguán para interponer la denuncia, Moisés le dijo a su cuñado Germán: 

––Tu hermana dijo que si en algún momento le pasaba algo, la niña se queda conmigo. 

––No, pues no, ahorita no vamos a ver con quién se queda Sara. Primero la encontramos y luego vemos qué pasa. 

“Van, presentan la denuncia, pero él (Moisés) muy tranquilo, nunca se mostró en una actitud de estrés, desesperación, de que estaba desaparecida. Cuando a él se le pierde su gato llora, y llora, y llora y los busca por las azoteas, sale a las calles y entonces, le decía: ‘Si se te pierde un gato, lo buscas, se te pierde tu esposa y esperas a ver qué pasa’. Se me hacía ilógico y prendía los focos de alerta que particularmente yo notaba”, recuerda Alejandra. 

Los días pasaron. La familia de Olga Nayeli se refugió en las radiodifusoras y televisoras para difundir su foto y características. Moisés compró un espacio pequeño en el periódico y a monitorear lo que hacían los demás para localizar a su esposa.

Así, llegaron pistas falsas del paradero de Naye: su cuerpo en la Semefo en Izúcar de Matamoros –donde Moisés tenía familia–, que la habían visto en el Zócalo de Puebla “perdida” y “drogada”, que la habían visto en bares. Pero la información no era cierta. 

“Él siempre se escondía, nunca participó en la búsqueda, inclusive cuando todos dejamos de trabajar por estar buscándola. Él dijo que la vida tenía que seguir con ella o sin ella. A la niña la llevó a la escuela”, relata Alejandra. 

Los días transcurrían y una ministerial encargada del caso le dijo a la familia de Olga Nayeli que su esposo pidió no buscarla porque se “había ido con otro”, versión que su madre y hermanos rechazaron. Esto dirigió la investigación hacia Moisés. 

La agente ministerial, Argelia y un primo se dirigieron a la casa donde vivía Olga Nayeli con su esposo y Sara para que le hicieran más preguntas, cuando entran, el olor a cloro les irritó los ojos y la nariz. 

Por la noche, la vivienda estaba llena de ministeriales que revisaron habitación por habitación, hasta que en la recámara principal encontraron manchas de sangre, que también estaban en el baño, en el patio, en la entrada y en el automóvil de Moisés. 

Ese día Moisés confiesa que pelearon, da las señas de cómo llegar al paraje donde la enterró y el lugar exacto de la fosa que cavó, junto a un árbol que marcó. 

En su declaración, el esposo de Olga Nayeli dice haberla empujado y que ella se desnucó. Pero los restos relatan otra historia: el golpe de un mazo de 700 kilógramos en su cabeza unió su cráneo con sus primeras vertebras. La forma hexagonal del mazo quedó grabado en un pedazo de su rostro. 

Moisés había trabajado como médico legista en la entonces Procuraduría General de Justicia (PGJ) del estado. Con un cuchillo que toma de la familia, corta el cuerpo, saca el corazón, los pulmones, los riñones, las vísceras, quita las huellas digitales dedo por dedo, la piel del rostro y machaca todo el cuerpo de su esposa. Todo lo deposita en cubetas y luego éstas en bolsas negras. El trozo más grande que deja es el fémur. 

Su hermana pasa una a una las fotos del expediente en su tableta, mientras Argelia evita observar las imágenes de nuevo. 

“Una vez que tiene todo eso, en el transcurso del día deja a su hija con sus papás, sube todo al auto y se lo lleva rumbo a Huaquechula, allá prepara cal, gasolina, un pico, una lámpara, la pala, y yo no sé si ya conocía el lugar, llega hasta el lugar, empieza a abrir una fosa, deposita las cubetas, la rocía de gasolina, le prende fuego y espera a lo que esté encima de sus restos se queme, ya que se consume el fuego”, relata Alejandra. 

Moisés junto a los restos de su esposa deja el mazo con el que la mató. El arma homicida con la que pueden sentenciarlo. 

La familia de Olga Nayeli se enfrentó a que la entonces PGJ hiciera careos con ellos y el feminicida. Mientras sus padres buscaban la custodia de Sara con la juez Cuarto de lo Familiar, María Carrasco Sandoval. 

“Lo que pasa es que nosotros no estábamos empapados con las leyes, nosotros estábamos en la idea de que cuando agarran al asesino, lo procesan, le dictan sentencia y ya te olvidas, eso no fue así. Durante el tiempo que nosotros buscamos a mi hermana pasó semana y media, de que andábamos aquí por allá, pagando propaganda, volantes. Nos perdimos en ese lapso, ya cuando pasó media semana más nos dicen que efectivamente él fue lo que la mató, fue una semana todavía más cuando nos acomodamos las ideas, ahí fue cuando dijimos qué procedía, en esa semana los abuelos aprovecharon para meter un escrito en el juzgado y quedarse con la niña”, rememora Alejandra. 

Sara, hasta ahora, no había terminado las sesiones con la psicóloga con la que iba en el DIF en las primeras semanas que quedó huérfana. Sus abuelos ya le dijeron que su mamá murió, pero todavía no sabe cómo. 

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