Dar el primer paso para iniciar un proceso analítico no es una aventura sencilla. Antes de seguir sobre este interesante momento entre el que una persona decide que tiene problemas por resolver y que cruza el umbral de la puerta del consultorio, debo aclarar brevemente esta diferencia entre un proceso analítico y cualquier otro llevado por alguna corriente psi. 

En psicoanálisis no llamamos terapia a la cura que realizamos, porque no consideramos que existe un órgano atrofiado que necesita cierto tiempo de ejercicios para recuperar la movilidad o la forma original. Aunque también aceptemos que hay órganos que por las dolencias psíquicas se pueden lesionar. Tampoco empleamos ese término como el equivalente común de “dar consejos” u orientaciones, “voy a que me terapeen” o “yo mismo me terapeo, no necesito de un psicólogo”. Lo que nosotros hacemos es el análisis de lo inconsciente; ya sea que se trabaje con Freud desde su componente reprimido y por lo tanto psicológico, o desde Lacan que lo conceptualiza como un lenguaje y por lo tanto es importante la escucha de los significantes que se repiten en la vida de los sujetos. 

Pero bueno, ya habrá tiempo para regresar sobre ese tema. Ahora volvamos al punto inicial y central de este escrito.  Desde el momento en que aparecen las primeras manifestaciones hasta que se concreta una cita con un psicoanalista, corrió mucho río por debajo del puente. Lo primero a lo que se recurre para explicar las afecciones, desde luego es a la biología y a lo natural. Por ejemplo, si se tienen pesadillas, seguramente es porque cenó mucho y muy condimentado. Si se experimenta tristeza, seguramente será porque el día está nublado o es el invierno. 

De ahí se pasa a la medicina. Los tintineos psíquicos comienzan a cobrar la factura al cuerpo, que es su casa y su, hasta el momento, única vía de comunicación. El bebé se pone tan rojo de la desesperación por no conseguir un satisfactor (alimento, abrigo, caricias), que obliga a sus cuidadores a tratar de adivinar la demanda. Algo así, podríamos decir, es que se sigue experimentando a lo largo de toda la vida, las dolencias emocionales con manifestaciones en el cuerpo. Es tan difícil identificar qué duele, que “se lleva al cuerpo”, decimos. Al acudir con el doctor y luego de realizar algunas pruebas químicas y curas farmacológicas, los problemas continúan. En todos los sentidos.

Después se probará con la medicina alternativa. Con la automedicación. Con el ejercicio. Con la meditación. Con la religión. Con los mal llamados “vicios”. Y quizá alguna de estas cosas funcionen para acallar el síntoma. Sin embargo, llega un momento en que ya es imposible continuar así, que lo que simbolizaba y hacía soportable el dolor, ya no más. Entonces se buscará la ayuda de un psicólogo. Si es que no se quiere seguir en la farmacología y pedir la intervención de un psiquiatra que le medique, porque “mi problema sí es muy grave”. No es que desde un principio la persona no supiera relacionar su estado actual con una carencia anímica. Lo que pasa es que es muy difícil —y cada vez más— aceptar este tipo de falla. 

Ahora viene lo interesante. “¿A quién recurro? ¿Quién podrá recomendar al psicólogo?” No hablo de psicoanalista porque en México no está tan arraigada la idea de ir con el psicoanalista, como sí sucede en Argentina, por ejemplo, en donde hasta la Seguridad Social cubre el costo de las sesiones de análisis.

No falta quien pueda recomendarle a “alguien” porque atendió a “un conocido suyo”. También es muy difícil que la gente acepte que en algún momento de su vida pasó por un consultorio psicológico. 

Ya tiene el teléfono en la mano. ¿Y cuándo llamará? La verdad es que quizá nunca lo haga. O si lo hace y concreta una cita, tal vez nunca llegue a ese primer encuentro. Es común que las personas nos llamen, incluso en la madrugada por una “emergencia psicológica”, pidiendo atención inmediata. No obstante, muchos de ellos, a pesar de la urgencia, no acuden a la cita. Esto se puede explicar porque para algunas personas el reconocer que tienen un problema psicológico es su curación. Les libera, las desahoga, les hace sentir mejor. No es casual que en los grupos de autoayuda que siguen al pie los llamados “doce pasos”, ese sea el primero que hay que dar para su curación. 

Otros tantos no llegan a la primera cita porque no están dispuestos a abandonar el modo de vida que tienen, en el que, a pesar de sentir dolor, justamente temen que se les quite el dolor y luego ¿cómo van a vivir, si es la única manera en la que han podido estar en este mundo? 

Afortunadamente son más los que se evitan el largo peregrinar en busca de soluciones que saben que sólo ellos tienen y los que una vez que abren la puerta de su proceso, están dispuestos a seguirlo hasta sus últimas consecuencias.

 

Las opiniones expresadas por los columnistas son independientes y no reflejan necesariamente el punto de vista de 24 HORAS PUEBLA

Leave a comment

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *