Ser tío me ha dado un temple de acero. Me ha hecho aprender de memoria canciones que en mi vida imaginé si quiera tararear. Me ha dotado de una espeluznante habilidad para dominar y conocer todos los sitios para niños, en los que abundan los amansalocos, el azúcar, las madres jóvenes, el jugo de manzana y un olor inconfundible y recurrente a pañal. Ser tío me ha llevado a hacer listas de reproducción de los últimos ídolos infantiles en todos los servicios de streaming que tengo a mi alcance, inventar toda clase de juegos, ser experto en bomberos, piloto de aviones —aunque casi siempre sólo mecánico—, cuenta cuentos, compositor, biólogo, enfermera, cocinero y mentiroso. 

            Ser el tío Pao de un Jojo es de las mayores alegrías que he experimentado en mis veintitantos años de vida, y lejos está esa satisfacción de provenir del sentimiento cursilón de un tío cool que da gracias, vía una foto Instagram, a su hermana por haberle hecho tío y todas esas cosas. No. Mi satisfacción de ser tío proviene directamente del placer de engañar a la vida por un momento: Tener responsabilidades paternales con opción a renunciar a ellas tan pronto algo —como un pañal sucio— se sale de las manos. Engañar a la vida un rato resulta ser un placer que no encuentra doble, o no al menos por ahora.

            También uno va siendo consciente de otras cosas. Por ejemplo, ser tío me ha hecho apreciar, hasta casi querer, el amor fugaz que los niños de tres años forjan por las cosas, el cual es muy parecido al de un adolescente por, digamos, cierto grupo de música o el primer amor.  Un día son adictos a los aviones, saben todo de ellos, quieren todo de ellos. Playeras, juguetes, museos, etc. Y justo cuando uno invierte, pongamos, una fuerte suma de dinero para conseguir el mejor avión del mundo que llegará a los tres días por paquetería, resulta que el amor por los aviones se ha esfumado. 

            Lo mismo pasó con el amor por los tiburones. Resulta que Jojo, el políglota, desarrolló, por algo así como una semana, un profundo amor por los tiburones. Quería saber todo de ellos. Disfrutábamos tardes enteras viendo videos de cómo los tiburones agarraban a sus presas en el Golfo de México, libros, caricaturas, y entonces pensé: Hay un nuevo acuario en Puebla. Ya sé lo que tengo que hacer. 

  Lo obvio sería que haber ido a apreciar los tiburones, verlos en carne propia, haya sido el mejor día en la vida de Jojo. Pues no. Todo lo contrario, señora. En el instante en que nos encontramos tan sólo separados por un vidrio, a diez centímetros de la bestia marina, mi sobrino generó espontáneamente un odio repulsivo hacia todo en ese pobre tiburón que movía sus branquias inocentemente. 

            Renuncié a la empresa de hacerle amar la vida marina. 

            Fuimos entonces con las tarántulas, lo mismo. Después, con los reptiles, imposible. Y así sucesivamente por todo el reino animal hasta que una nutria, una bendita nutria, nos salvó el día. Qué paz, qué elegancia de animal. Jojo pasó viéndola un buen rato, antes de acabar en los brincolines del lugar, aunque debo decir, que quien quedó anonadado con el tiernísimo mamífero acuático, fui yo. A las nutrias no les corre la vida, no piensan en nada, ni en aviones, ni en pendientes, ni se quejan del gobierno ni nada de esos cuentos. Cómo quisiera yo ser una nutria, tener el alma de un perro con las ventajas de la vida acuática. 

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PS

¿Ya tomaron su curso de aviación online?

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