La música crece en nuestra vida como las plantas de enredadera en un muro que pide el abrazo de las ramas que lo invaden. Y el muro las atesora, las guarda encima, las aprieta para cuando vengan las tormentas y llorar acompañado de esa enredadera que no deja de crecer y llega a darnos sombra.

He escuchado a Keith Jarrett desde hace más de treinta años y ahora a la vuelta del tiempo le aprecio con una rara, pero muy cierta ternura y comprensión.

He visto un video y leo lo que de el maravilloso pianista se sabe. Solitario, tímido, no da entrevistas, le llegó el Síndrome del cansancio. No hablaba con periodistas, parece huraño, aislado, vive en el bosque, ha dicho en una de las remotas entrevistas: “Dios  habla a través de mí cuando toco. Si lo que interpreto, incluso cuando ensayo en mi estudio, no estar en conexión con una fuerza mayor que yo, no ocurre nada. Yo vivo en el bosque y por suerte ignoro lo que hacen los músicos y si lo supiera pensaría ‘¿Hacen eso?’ Yo no lo haría.”

Y es que Keith Jarrett es un virtuoso y a todas luces puede verse como excentricidad presuntuosa. Yo no la veo así; comprendo a ese hombre solo en el bosque trabajando en un mundo sonoro pleno, un mundo que le dio el sentido a su vida; y sé que nada necesita, ni de los periodistas, ni los medios, ni la gente que lo admira, ni de otros músicos, de nadie.

Es un artista. Siempre se le ha exigido al artista que sea generoso, que ofrezca como dádiva al mundo lo que hace. Un artista como Jarrett, no es de alardes, ni de ostentaciones con lo que bien sabe hacer; es un hombre tocado por los dioses del arte y el infierno de su talento.

Yo soy Keith Jarrett, yo creo en la poesía como en la única santa patrona que me guía y los testigos no son –como para él– mi aliento que me empuja a seguir. También yo me siento condenado por las palabras y busco el bosque para habitarme, para que la palabra de la poesía me habite. Eso es todo lo que se necesita, esa es la “fuerza mayor” que me hace un Ser.

Yo soy Keith Jarrett. El dialogo que con el piano a Jarrett le tocó tener en la vida, es una relación amorosa que puede verse en sus interpretaciones. Solo el piano y él en el mundo amándose, llorando “porque no salvan el amor”, como Sabines dijo de los amorosos, “jugando a tatuar el agua, a no irse”.

Nunca he olvidado las noches de ron en casa de Gaspar Aguilera escuchando música entre los que estaba la genialidad de Jarrett. Y nunca habré a terminar de agradecerle a Gustavo Chávez sus enseñanzas en la vida, y esa generosidad de oro con la que nos habló de muchos músicos que también aprendimos a querer y a llevarlos al corazón brioso de aquellos años donde la poesía, en el mío, estaba germinando como germinaban los deseos por los libros y la noche.

Natalie en el corazón y en aquella colección de cartas tumultuosas que llegaban por el verdadero correo, la llegada de Rosalía y más tarde mi niña Julieta y las mañanas de mi mano por madero hasta sentarnos en el Café catedral (hoy convertido en un restaurancito turístico simplón).

Las noches de ilusiones con Gaspar en Isidro Huarte y las tristezas por los mismos sueños de aquellas soledades, donde podíamos haber quedado más heridos de lo que siempre nos encontraba el alba.

Los sueños profundos por el arte de los que yo no saldría nunca. Y Keith Jarrett poderoso como un milagro, me daba aliento por vivir, las lecturas de autores que se iban descubriendo como se descubre lo nuevo.

Escuchando en la embriaguez el hoy legendario concierto en vivo en Colonia (Köln concert) donde pude imaginar sus manos, como aves que construyen un cielo sonoro con las armonías más precisas que de otro cielo llegaron, como a una casa de puertas abiertas y azotadas por ventarrones armoniosos perfectos.

“Toco tu piel como Keith Jarrett toca el piano a media noche”, escribí en un poema de mi incipiente libro “Ritual de medianoche”, ilustrado con los pájaros de Miguel Carmona, y era cierto, tocar la piel de una mujer debe ser como Jarrett toca el piano, y tocarla así, no puede ser más que un prodigio, un milagro de la suavidad y el amor con el que solo un territorio amado puede tocarse.

Recuerdos grandes, queridas memorias de las que este músico norteamericano, de verdad excelso, forma parte y hoy que escribo, escucho su piano, revivo aquellos años ochenta, aunque sé que nada vuelve, nada será nunca–nunca lo mismo, y del tiempo nos hemos ido para siempre. Y las cosas se acaban como se acaban las cosas cuando el manotazo de los años los alcanza. Se acaban de verdad como se mueren los hombres, como se mueren las manos, los pájaros, la piel amada, las noches de luna que sí vuelven, pero con otras palabras.

Hoy escucho a Keith Jarrett sin nostalgia, lo escucho como si fuera nuevamente el descubrimiento que no acaba, mientras pueda ser capaz de amar la vida y saber que la libertad sigue siendo posible, hasta donde la vida lo sea. Un día viviré en el bosque, un día pocas cosa he de necesitar de verdad, y aunque sea poco tiempo que resta, voy a saber que fui un artista en este mundo y cada gramo del tiempo que ya pesa, sea valuado con el amor que viví en estas tierras que me tocó habitar.

Mientras tanto el piano sigue con su fuego por esta casa, donde vive mi poesía y hablan mis libros amados.

Las opiniones expresadas por los columnistas son independientes y no reflejan necesariamente el punto de vista de 24 HORAS PUEBLA

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