Me lo Contó la Luna
Por: Claudia Luna / claudiarl92@hotmail.com

El primer amor de mi vida fue, sin lugar a dudas, mi papá. El era el más guapo, el más fuerte, lo sabía todo y podía resolver cualquier problema. Esta certeza se confirmó a lo largo de los años. Un día, en la playa, cuando tendría como seis años, me metí al mar tomada de su mano. Empecé a flotar. No lograba alcanzar el fondo, sin embargo, no era necesario ni preocupante porque estaba al lado del hombre más fuerte del mundo. Estuve un buen rato chapoteando y gozando del ir y venir de las olas hasta que el mar se empezó a picar. Las olas crecieron y se volvieron imponentes. Entonces, me gritó: “Vete a la orilla. Ya sal”. Tan pronto quise hacerlo, una ola enorme me revolcó y perdí por completo la orientación. Hoy sé que eso no fue difícil porque he vivido toda mi vida sin ningún sentido de orientación.

Vuelvo a evocar esa escena en el mar como lo he hecho muchas otras veces. Siento, otra vez, como mi cuerpo de niña se abandona a la fuerza de las olas y empiezo a tragar agua salada mientras doy vueltas sin control. Entonces, siento un par de manos enormes y poderosas que me sostienen y que, a partir de ese día, me sostendrían muchas veces más.

Mi papá era el hombre más guapo que yo conocía. Lo comparaba con los galanes de la televisión y, ante mis ojos de niña, siempre resultaba ser el más apuesto. Así  que, un día del padre, cuando tendría unos diez años, me pareció que el regalo adecuado era una corbata para resaltar su gallardía. La escogí con mucho cuidado y se la di pensando que había encontrado el regalo perfecto. Cuando miraba dentro de su armario, podía reconocerla a simple vista entre las decenas de corbatas que tenía. Cada vez que él la usaba, yo me sentía especial. Pensaba que se la ponía para mí. Hoy quisiera tanto verlo otra vez con o sin corbata, sólo mirar sus ojos negros y tocar sus manos fuertes de dedos largos y perfectos.

La creencia de que mi papá se las sabía todas y, como mago, tenía soluciones bajo la manga para cualquier imprevisto se confirmaba cuando lo acompañaba a vender a los almacenes en la Ciudad de México. Yo lo observaba siempre con el mayor cuidado, sin perderme uno solo de sus movimientos. Él conocía y hablaba con todo el mundo. Los compradores, a mis ojos, eran unos viejos temibles que parecían zopilotes y me daban pavor, sin embargo, a él, lo saludaban con respeto.

Mi papá me enseñó a vender. Yo le ponía mucha atención. La mayoría de las veces, yo no decía nada y sólo lo miraba con los ojos muy abiertos. Yo era una muchachita tímida y la idea de tener que hacer lo que él hacía me producía un sudor frío. Pero yo quería que él estuviera orgulloso de mí, lo deseaba a toda costa… Él se reía y me decía: “Hazle así, mija, ese viejo es muy necio. Hay que darle la vuelta”. Hoy me encantaría platicar y reír otra vez con él, sé que seríamos los mejores compinches.

Lo recuerdo como a un hombre especialmente ingenioso. Tenía una cantidad de dichos, ocurrencias y barbaridades que disparaba en todo momento. Hoy repito las mismas ocurrencias que él decía. Antes me daba vergüenza, hoy las uso como conjuro para traerlo de vuelta. A veces, se me pasa la mano y, en ocasiones, veo la mirada de desconcierto en la gente que no entiende cómo una mujer tan propia como yo, dice algo así. Pero no me importa, ya ni siquiera me excuso con el consabido: “Como decía mi papá”.

A los pocos meses de que mi papá falleció, nos invitaron a un cumpleaños. “Sí, claro, vamos. La ­­vida sigue”, le dije a Carlos, mi marido. A media fiesta pusieron una canción, no sé ni cuál era, pero mi papá apareció de pronto, tomándose una copita y sonriendo entre la gente. Me puse a llorar en medio de todo el mundo y no me podía detener. Sabía que me miraban y aun así, no conseguía parar. Se me revolvía la tristeza y la vergüenza. Y seguía llorando. Quería decirles: “Lloro porque se me murió mi papá”. Pero nadie entiende de eso hasta que no les pasa.

La última vez que lo vi, lo tomé de la mano. Me regresó un apretón fuerte y largo. Tan fuerte que aun lo puedo sentir y tan largo que me acompañará el resto de mi vida.

 

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