Por Pascal Beltrán del Rio

Está llegando a su fin el periodo cubierto por el convenio de “asistencia técnica” suscrito entre el gobierno mexicano y la Comisión Interamericana de Derechos Humanos sobre el caso Iguala.

Cabe esperar que el Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI), surgido de ese convenio, emita un informe condenatorio de la actuación del gobierno de México en la investigación del caso.

Sin duda hay muchos aspectos criticables del trabajo que ha realizado la PGR desde que atrajo el caso Iguala, entre ellos sus titubeos y errores en la comunicación de su trabajo.

Sin embargo, sería mezquino que el GIEI o cualquier otra instancia que se propusiera hacer un balance equilibrado de las pesquisas no tomara en cuenta el esfuerzo realizado por la autoridad.

Muy pocas investigaciones en la historia de la procuración de justicia en México han implicado tantas diligencias ministeriales como el caso Iguala. Estamos hablando de miles de ellas. Como informó ayer Excélsior, se han realizado 650 acciones de búsqueda en alrededor de 400 lugares distintos.

Algunas de ellas sucedieron en días festivos, como el 25 de diciembre y el 1 de enero. La más reciente tuvo lugar apenas la semana pasada en el municipio de Zirándaro, en la Tierra Caliente. Una más implicó descender 250 metros en un resumidero de agua, en la comunidad de Tianquizolco, en el municipio de Cuetzalan del Progreso, en la región norte de Guerrero.

La enorme mayoría de esas acciones –que derivan, en algunos casos, de pitazos anónimos– ha resultado infructuosa para encontrar alguna pista de los 43 normalistas desaparecidos.

Los indicios más sólidos se descubrieron en el basurero de Cocula y la ribera del río San Juan, de donde se recolectaron más de 60 mil fragmentos óseos humanos, de los cuales únicamente una pequeña fracción ha sido considerada útil para efecto de análisis genético.

La PGR envió al laboratorio de la Universidad de Innsbruck dos grupos de esos fragmentos, uno de 17 piezas y otro de 12. En el primer caso se logró una identificación completa de los restos de uno de los normalistas, Alexander Mora Venancio, así como una identificación parcialmente sustentada de los de otro, Jhosivani Guerrero de la Cruz. El dictamen sobre el segundo grupo de fragmentos está pendiente.

La búsqueda de pistas en el basurero derivó de las investigaciones realizadas por la PGR, cuyo personal arribó al lugar un mes después de los hechos de Iguala, cuando todavía podían observarse señales de lo que había sido –hoy se sabe, gracias al tercer peritaje– un incendio de grandes dimensiones.

Lo cierto y lo trágico es que eso es todo lo que hay: confesiones de que un número indeterminado de normalistas, quizá 17 de ellos, fue asesinado e incinerado en el basurero. Y dos fragmentos de hueso que apuntarían a que al menos dos normalistas pudieron haber estado ahí.

La falta de información ha dado lugar a especulaciones, que alimentan en la mente de algunos que el caso Iguala es un “crimen de Estado”, encubierto por autoridades civiles y militares del más alto nivel.

Nada en el expediente, que ya rebasa los 180 tomos, contiene algo en ese sentido. Y nada sólido ha podido aportar por su cuenta el GIEI que, dicho sea de paso, ha realizado un tenaz esfuerzo por tratar de poner en entredicho la investigación oficial.

Es triste decirlo, pero a menos de que surja información reveladora, el caso Iguala se quedará sin resolver. Es decir, probablemente el Poder Judicial juzgue como suficientes los elementos aportados por la PGR para sentenciar a algunos de los 136 consignados por homicidio y otros delitos.

Y aunque es deseable que todos los verdaderamente involucrados en este caso paguen por sus crímenes, la labor de los delincuentes para borrar la mayor cantidad de huellas de estos abominables hechos parece haber tenido éxito.
Así pues, a menos de que alguien revele o descubra algo que desconocemos hasta ahora, no se ve cómo dar con el paradero de los normalistas que no sean los dos cuyos restos han sido identificados a partir de los fragmentos encontrados.

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