Por Pascal Beltrán del Río

 

Ya han comenzado formalmente las campañas en los trece estados que tendrán elecciones el domingo 5 de junio.

Esto implica que miles de candidatos que buscan las nueve gubernaturas, 965 presidencias municipales y 388 diputaciones locales de mayoría relativa en juego se preparan para lanzar a los votantes los ofrecimientos que, dirán ellos, harán buenos en caso de ganar los comicios.

Comenzaré por una predicción digna de Perogrullo: la enorme mayoría de esas promesas no se cumplirán.

Créame, estimado lector: tengo casi tres décadas de cubrir y/o analizar como periodista procesos electorales, estatales y locales; en mi experiencia, éstos casi siempre representan la oportunidad de dejar atrás malas experiencias de gobierno o de representación, pero quienes ganan oficialmente las votaciones terminan provocando sentimientos de frustración y enojo similares a los de sus antecesores en los cargos.

Como digo, las promesas de hacer las cosas mejor, de atender las necesidades de los ciudadanos y llenar sus expectativas casi nunca se cumplen.

Por eso son raros los casos en que un gobernador que termina su encargo es bien valorado por sus paisanos. Y eso seguramente se repetirá con varios de los mandatarios estatales que serán reemplazados por quienes triunfen en las próximas elecciones.

Habría que preguntarnos por qué sucede eso. ¿Será únicamente porque a la clase política que tenemos sólo le importan sus propios intereses?

Es difícil discutir que la mayoría de los políticos de este país no busca el poder para servir a la ciudadanía sino para aprovechar las oportunidades de progreso personal y de grupo que ofrece la política.

Sin embargo, para que las elecciones que se celebrarán en dos meses no acaben siendo sólo una vuelta más a una noria de sobra conocida, tenemos que asumir que la ciudadanía no ha cumplido cabalmente con sus responsabilidades en el contexto democrático.

Ser ciudadano es mucho más que ir a votar cada vez que hay elecciones (y, eso, en el mejor de los casos, porque millones se quedan sin ir a las urnas pese al enorme costo de las elecciones en México).

Ser ciudadano no termina con el acto de votar. De hecho, después de los comicios comienza la parte más importante: vigilar que quien ganó haga el trabajo que se espera de él o ella. Y no me refiero únicamente a protestar cuando algo sale mal, o cuando lo dicta la inclinación ideológica de cada uno, sino a hacer de la propuesta y la participación una tarea permanente.

Acompañar a la autoridad o al representante en sus funciones debería ser tan importante o más que ir a votar. Generalmente después de que se cuentan los votos y se decreta quién ganó las elecciones, el ciudadano se olvida de sus deberes democráticos.

Casi siempre se espera que quienes resultaron elegidos lo resuelvan todo. Se cree que para eso se les paga y que el ciudadano nada puede o debe aportar para llenar las expectativas que existen al principio de toda gestión legislativa o de gobierno.

Cada vez que planteo la necesidad de que el país cuente con ciudadanos de tiempo completo me topo con la pregunta, razonable, de cómo llegar a serlo.

Es verdad que las vías de participación no son evidentes, pero pueden comenzar en la calle donde uno vive, reportando lo que no funciona a la autoridad y estando pendiente de que se dé seguimiento a las quejas y propuestas.

¿Cuántos mexicanos saben quién es su diputado local o su diputado federal? ¿Cuántos han tratado de contactarlo?

También existe una gran cantidad de organizaciones de la sociedad civil que pueden encausar la acción ciudadana.

Participar no es una tarea fácil, pero resulta imprescindible para el funcionamiento de la democracia.

Dejar sueltos a los funcionarios y representantes que serán electos en junio, incluso acordarnos de ellos sólo en momentos de crisis o consternación, es la mejor manera de lograr que se repita la frustración con que suelen terminar los ciclos políticos.

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