Carta de Boston XXIV

 

De un tiempo a la fecha han proliferado ciertos establecimientos que no llegan a hotel y cuyas pretensiones les impiden quedarse en el modesto grupo de los confiables hostales.

Existen dos tipos claramente diferenciados: los que parecen una casa (o lo fueron y a la muerte de la longeva abuelita conservan los muebles, las mullidas alfombras, las viejas porcelanas desportilladas) y los remodelados por costosos arquitectos y diseñadores japoneses. En estos últimos cabe distinguir nuevamente entre aquellos que fueron diseñados por nietos de samuráis y son oscuros y lustrosos, repletos de madera roja como funda de katana y los que fueron concebidos por bisnietos de pescadores y están hechos de puro vidrio, se dirían transparentes. Abundan los últimos o bien porque en Japón hay muchos descendientes de pescadores sin barca o porque quienes los contratan no saben aún lo que gastarán en cortinas.

Un día, hace ya años, una amiga me reservó un lugar así, en Boston. Me habían dejado la llave de mi habitación debajo del tapete de entrada con una carta con las instrucciones. El lugar era al mismo tiempo hermoso y tétrico. Soñé que me mataban, que llegaban el fantasma de las navidades pasadas y los personajes de todas las películas de Tim Burton a visitarme.

No ver un alma me hizo imposible la estancia, a pesar de la chimenea de la sala encendida por una vieja artimaña, pensé solamente para encontrarme, al día siguiente, con que era una falsa chimenea de gas.

Desde hace seis días, por motivos de trabajo, pernocto en un hotel boutique –la persona que me recogió en el aeropuerto y me trajo aquí lo pronunció en cursivas, lo juro. Está en la calle de Honduras, en Palermo y es como la casa de mi abuelita– o mejor, su quinta. El barrio merece un artículo a parte. En sus caminatas juveniles, cuando aún veía, Borges venía hasta aquí, al arrabal, a la casa de su admirado Evaristo Carriego. He visto la casa, por cierto, y espero que nunca la conviertan en hotel boutique, para bien del recuerdo y la milonga. Pero el destino de Palermo es curioso. En pocos años las televisoras  y las productoras convirtieron una zona del viejo barrio en Palermo Hollywood.

Si se camina unas cuadras, después de la vía, se llega a Palermo Soho, lugar lleno de restaurantes y jóvenes parejas y en donde Coppola compró una casa y, sí, no me lo van a creer, después de rodar una película en Argentina decidió convertirla en hotel boutique, la puta que los parió, –como diría un chofer de taxi que no daba con mi posada de lujo–:

—Pero si es una casa familiar, che —me comentó enojado cuando al fin dimos con el sitio.

—Pero mire, no se ofenda, ese minúsculo letrero, esas mustias letras dicen Krista, el nombre de mi hotel.

—Y sí… como yo le digo a mi hermano, si alguna vez reencarno en argentino, haré de mi casa un hotel. Si serán boludos…

Pagué y toqué el timbre.

Porque este es uno de los inconvenientes de los hoteles boutique: hay que llamar, anunciarse y el portero eléctrico vibra dejándonos pasar al patiecio  –aquí no hay lobby– donde una mujer que podría haber sido mi tía Conchita hace un esfuerzo enorme por tenderme un llavero con una enorme “S” cubierta de falsos brillantes.

No he dicho que estoy en la suite, lo que implica que tengo la que debió ser la recámara de la pobre abuelita longeva. Para que no olvide dónde estoy y no ose pensar que se trata de un hotel cualquiera han llenado mi recámara de fotos familiares en sepia. El primer día ni siquiera las miré. Al cabo de casi una semana a alguna le cuento mi día, a otra –gordita y con un vestido de flores– le rezo y he volteado la de quien pudo ser el esposo de la abuela, un vetusto general cuyos bigotes rivalizan con las  hileras de medallas: “Fotografía Florida, 1926”, se lee ahora en el cartón enmohecido.

Es tan íntimo mi hotel boutique que me da miedo desarreglar la cama, ensuciar el inodoro o dejar tiradas las toallas en el baño. Qué delicia el anonimato del gran hotel de 400 habitaciones donde sólo pueden decir: “Allí va el de la 308”.

En donde ahora duermo, en cambio, siento que me miran con recelo: “Allí va el que ensucia el inodoro”. “Mirá qué mal, ahora quiere desayunar el muy desprolijo, después de que deja todo tirado”. Me sonrojo siempre que pido mi llave.

Pero ahora apago la luz, no puedo dormir frente a tanto falso pariente.

Por la mañana me dirijo al viejo comedor y un joven tímido me pregunta si quiero huevos. Por supuesto que quiero huevos, quiero todo lo que haya porque en los hoteles boutique no hay cena, no existe un piano bar de solitarios y tengo mucha hambre:

—¿Revueltos o Fritos?

—Revueltos –digo yo que estoy a punto de desmayarme

—¿Con jamón o con salchicha?

—Con jamón, por favor. Tengo prisa.

Cuando el joven tímido se retira –me imagino que a prepararme los huevos– me levanto y me sirvo de una hermosa jarra de cristal cortado una copa de jugo de naranja. Una tetera de plata que bien pudo en mejores tiempos ocultar al genio de Aladino me permite servirme café. Un café que huele bien y humea.

Espero diez minutos y el joven regresa, sudoroso:

—Se nos acabó el jamón, ¿el señor desea salchicha?

“Sólo deseo un par de huevos. Con o sin salchicha me da igual”, pienso, pero le digo que sí, que está bien, por no herir su susceptibilidad. Si su familia no hubiese convertido la casa de su abuelita en hotel boutique él nunca le haría unos huevos a un desconocido. Me compadezco.

Cuando al fin llegan me los tengo que comer de golpe, han tocado a la puerta para avisar que ya vinieron por mí y que me espera un nuevo día de trabajo.

Si hubiese estado en un hotel normal, vuelvo a pensar.

En el taxi la amable chica que me trajo del aeropuerto inquiere:

—¿Qué tal el hotel?

No ha dicho boutique, por vez primera. Tal vez delira y en su imaginación el pequeño lugar ha adquirido dimensiones colosales. Como puedo desvío la pregunta, le hablo del ñandú, los gauchos, la yerba mate. Nada como poner color local de por medio cuando no se tiene nada que decir.

Un cuarto de hora después pasamos por un enorme hotel, uno de verdad. Miro por la ventanilla sus hermosas puertas de bronce y vidrio, las enormes banderas que cuelgan de su marquesina y que pueden ser de todos los países del orbe, son tantas.

Suspiro muy hondo y me digo que yo, si reencarno en argentino seré seguramente botones de este hotel, es al menos por hoy mi sueño más hondo.

—Este es uno de los hoteles más “piolas” de Buenos Aires, me dice el taxista con aire cansado a pesar de lo temprano, seguramente trabajó toda la noche— El Alvear…

Apunto el nombre –por si cuando reencarne me dejan traer una libretita, aunque seguramente lo reconoceré–.

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