Por Pascal Beltrán del Río

 

Digamos que usted tiene un problema en casa. Digamos que una plaga. Los diferentes remedios que ha intentado han sido infructuosos. Harto, decide ir en busca del experto, un exterminador.

Usted y él se ponen de acuerdo en el costo y en el plazo para realizar el trabajo. De pronto, usted se da cuenta de que el exterminador está sacando a la banqueta de su casa muestras de la suciedad que hay en la casa y un día lo encuentra hablando con los vecinos de sus malas prácticas de higiene.

Usted tiene ganas de despedir al exterminador, pero éste lo chantajea con que revelará todo lo que sucede en su casa. Entonces, usted extiende el contrato, esperando que el convenio inicial se cumpla y el exterminador le ayude a acabar con la plaga.

Al final de la extensión, la situación en su casa no está mejor –el problema sigue ahí– y el exterminador le informa que ya no sólo buscará el motivo de la plaga sino quiere hurgar en los cajones a ver qué encuentra.

Guardadas las proporciones y con absoluto respeto por el dolor que indudablemente tienen clavado en el alma los padres de los normalistas de Ayotzinapa desparecidos hace año y medio, eso es lo que está pasando entre el gobierno mexicano y el Grupo de Expertos de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) que trabaja en el caso Iguala desde noviembre de 2014.

Ese mes, la PGR y la CIDH firmaron un convenio de colaboración para que ésta brindara a aquélla una “asistencia técnica” a fin de “fortalecer capacidades” de investigación en el caso en cuestión. Y no hay que pasar por alto que es el contribuyente mexicano el que ha pagado la cuenta.

El Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI) que sería nombrado después de la suscripción del convenio no tiene entre sus funciones sustituir al Ministerio Público ni realizar una investigación paralela.

Formalmente, su tarea es coadyuvar en las pesquisas. Sin embargo, el GIEI ha hecho todo menos eso. Desde los primeros meses de su actuación en México tomó partido y estableció una hipótesis de los hechos: la comisión de un crimen de Estado contra los normalistas de Ayotzinapa.

Los expertos no sólo no han logrado revelar un solo dato importante que ayude en el esclarecimiento de los hechos de Iguala y la búsqueda de la justicia, sino incluso han tratado de desmontar la investigación de la PGR, que ha llevado a prisión y sometido a proceso a más de un centenar de personas involucradas en los hechos.

“La verdad duele, pero duele más la mentira”, dijeron los integrantes del GIEI a los padres de los normalistas en septiembre de 2015, con motivo de su primer informe sobre su trabajo en México.

¿Qué dirán ahora que un tercer peritaje en el basurero de Cocula ha confirmado lo que la PGR ya había establecido hace más de un año, es decir, que un número no determinado de personas, muy probablemente algunos de los normalistas, fueron asesinados e incinerados en el basurero de ese municipio guerrerense colindante con Iguala?

Contra lo que han dicho algunos detractores del exprocurador Jesús Murillo Karam, éste jamás habló de que los 43 normalistas hubiesen sido asesinados y quemados ahí. Se refirió a un número no determinado de personas que habrían corrido esa suerte.

Ya había indicios de que podían ser 17 individuos –a juzgar por el número de fémures derechos y piezas dentales encontrados en el lugar–, cosa que el nuevo peritaje ha confirmado.

¿Eran o no de los normalistas los cuerpos quemados ahí? Nunca lo sabremos con certeza, pero los indicios de la investigación dicen que sí. Los restos de uno, quizá dos de los normalistas, fueron identificados a partir de restos humanos encontrados en el basurero y analizados en Austria.

El GIEI se ha negado a aceptar las evidencias científicas que apuntan al asesinato de 17 personas en Cocula y el intento por borrar las huellas del crimen, pero no han aportado un solo dato sólido que permita creer que esas 17 personas pudieron haber tenido otro destino o sobre qué pasó con las 26 restantes.

Después de un año, estamos donde comenzamos. El trabajo del GIEI ha sido inútil en el mejor de los casos y pernicioso en el peor. En ambos, una cantidad importante de dinero público se ha malgastado.

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