Carta de Boston 

Por Pedro Ángel Palou / @pedropalou

La literatura de Juan José Millás nos tiene siempre reservadas sorpresas. Lo que sé de los hombrecitos no es la excepción, estamos ante una novela que es, al mismo tiempo un acto de prestidigitación literaria y una parábola moral. Porque desde el primer párrafo inicia, magistral, ese suspension of dissbelief que hace que cualquier cosa sea creíble en sus siguientes páginas y además te das cuenta, no bien lo abres, que estás ante un libro que es más que un libro.

Dije antes que se trata de una parábola moral y es cierto, pero no hay pesadez en ningún lugar de la novela, sino una grácil ligereza que permite que el sentimiento esencial para disfrutarlo, sentir empatía con su narrador protagonista, se consiga rápidamente. Pronto nos preocupa, nos toca, nos conmueve y nos asusta lo que le ocurre a este hombre y sus tribulaciones para poder soportar su vida aparentemente huera desde que se jubiló y más para entretenerse que por convicción da clases y publica artículos sobre los mercados de valores y la volatilidad de la bolsa.

ESPECIAL
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Empecemos, entonces, juntos la aventura de aproximación a este ejercicio de humor literario, que como decía Chesterton, congela la sonrisa en mueca, en el gesto reflexivo de quien sabe que, leyéndolo, ha pillado algo fundamental de la vida que se le había escapado siempre.

Así empieza la novela: “Estaba escribiendo un artículo sobre las últimas fusiones empresariales, cuando noté un temblor en el bolsillo izquierdo de la bata, de donde saqué, mezclados con varios mendrugos de pan, cuatro o cinco hombrecillos que arrojé sobré la mesa, por cuya superficie corrieron, en busca de huecos en donde refugiarse”. De esta forma estamos –como le ocurre al narrador de Carta a una señorita en París, de Julio Cortázar, con el que la novela de Millás guarda no pocas conexiones–, instalados en un territorio que es la realidad pero ligeramente trastocada, desenfocada.

La naturalidad con la que encara el personaje el suceso inicial, y los que vendrán, es fundamental para la verosimilitud de toda la novela. El lector se encuentra instalado desde el principio, entonces, en un mundo surreal en el que todo es posible. Pero aún más, se trata de una visión absolutamente personal: sólo al narrador le ocurre y también desde ya nos lo advierte: “Cuando mi mujer abandonó la habitación, respiré hondo, aliviado de que no hubiera visto a los hombrecillos. De otro modo habría pensado que estaba loca y yo no habría sabido convencerla de lo contrario”. Lo que para él es perfectamente normal para la mujer, de haberlo visto, sería un inequívoco síntoma de haber perdido la cabeza.  Lo único que le molesta es que al principio no le hablan, o no puede escucharlos. Pero esto también se arreglará pronto, gracias a la telepatía.

Toda novela, dice magistralmente Césare Pavese no es sino una sucesión de situaciones estilísticas. Unos autores le llaman voz, otros inspiración, yo pienso que se trata de encontrar el tono. En esta novela Millás ha logrado que su narrador protagonista nos hable con tal desenfadado humor y con tanta naturalidad que en ello radica, quizá, la magia de toda su técnica. Borges lo sabía cuando escribió en El arte narrativo y la magia para el quinto número de la revista Sur, que la razón fundamental de nuestra incomprensión analítica sobre la técnica de la novela radica en que sus muchas complejidades no pueden separarse de la técnica misma de la trama. Repito: la novela es una sintaxis, tan intrincada que produce una ilusión espacio-temporal.

De entre los hombrecitos –aunque se lo avisan con tiempo– nacerá uno, una especie de doble, de doppelgänger extraño, ya que lo harán con cada uno de sus propios órganos. La piel, por ejemplo, se la extraerán del muslo. Un día se encuentra con su doble en miniatura. Uno que a veces es él mismo y otras, las más, otro, totalmente distinto. Dice en algún momento el narrador refiriéndose al hecho: “ya estaba acostumbrado a comportarme como uno siendo dos (la mayoría de la gente se comporta como dos siendo una)”, y acota: “mi mujer volvió de su viaje de trabajo”

Porque lo que viene a continuación es un ir y venir, aparentemente insensato, entre la ética –y las pulsiones y las pasiones– del hombrecillo quien quiere beber, fumar, e incluso matar y las propias dimensiones morales del narrador que, aunque no está dispuesto en un inicio, accede a los caprichos de su doble maniatado por el placer que, telepáticamente, él mismo obtiene cuando el pequeño le hace el amor a una diminuta mujer.

Esta es una novela intensa, profunda sin ser nunca pesada. Por eso nos conmovemos cuando escuchamos a nuestro narrador que afirma: “yo mismo, en mi versión de hombre grande, me he sentido a veces un intruso en el mundo de los seres humanos, como si alguna extraña potencia me hubiera colocado en él para espiarlos (no, desde luego para contribuir a su reproducción, ya que no he sido padre). Bien pensado, yo no había hecho en mi vida otra cosa que observar a los hombres y tomar nota de su comportamiento (su comportamiento económico sobre todo) para tratar de imitarlos al objeto de disimular mi diferencia”.

Y Millás, como un mago, lo hace gracias al incomparable estilo –ya dije que yo lo llamo tono– que logra en su libro. Estilo es una palabra compleja cuando se trata de novela, ya lo dijimos, porque implica algo que subyace a la composición y la trama (cada novela tiene por ello su estilo por encima del llamado estilo del escritor, porque cada novela exige su propia coherencia interna que la hace real. Una novela es tanto más real cuanto más coherente es con su estilo interior, la intrincada mezcla de trama y composición.,

Veáse si no esta lección sobre la ficción y la verdad: “Por otra parte, no todo en lo real era irreal. Mi mujer, por ejemplo, tenía la consistencia de los acontecimientos verdaderos. Y soñaba con ella porque yo no había aspirado a otra cosa en mi vida (lo comprendí entonces) que a ser real. La contradicción era que no estaba autorizado a acariciarla. No me era dado tocar las cosas reales. Compensaba esta carencia haciéndola protagonista de las fantasías sexuales con las que me masturbaba y jugando con la ropa de su armario cuando salía de casa. Esos juegos reales me llevaban al delirio, que constituía, paradójicamente, la materia prima de la realidad. De este modo, los materiales de ambos mundos se combinaban, se amasaban, se amalgamaban, formando aleaciones de las que era imposible rescatar sus componentes originales.

Si alguna vez como lector se ha preguntado –yo lo he hecho muchas veces– por qué demonios nos importan tanto los personajes literarios, a tal punto de sufrir con ellos, sumérjase en esta novela excepcional. Y entonces, muchas páginas después de haberla iniciado, cuando ya su propio mundo le sea insuficiente, hosco y banal –sin hombrecillo alguno– entenderá lo que dice el personaje narrador: “Comprendí que no, que la vida sin él (sin los hombrecillos en general) sería como una tienda sin trastienda, como una casa sin sótano, como una palabra sin significado, como una caja de mago sin doble fondo. ¿En qué quedaría yo? En un profesor emérito más, en un articulista mediocre de temas económicos, en un esposo vulgar: una especie de animal domesticado, en suma, una suerte de bulto sin otra lectura que la literal, un pobre hombre”.

No es ese, también, el destino de todo lector cuando cierra el libro terminado, que regresa a su vida, sosa y banal, y siente que algo irremediablemente se le ha perdido. El duelo de la pérdida de un ser querido. En Lo que sé de los hombrecillos Juan José Millás, lo digo sin un ápice de duda, nos ha dejado una parábola a un tiempo atroz y límpida, sobre nuestra actual condición humana.

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