Por Alejandra Gómez Macchia
En la encarnizada pugna por la minigubernatura, los candidatos echan mano de todo su potencial político, económico e histriónico.
Visitan lugares ignotos a los cuales no regresarán. Se ensucian de lodo los zapatos. Se ponen huipiles que a continuación le regalarán a alguna de sus colaboradoras domésticas. Cantan. Bailan con chivos sobre los hombros. Hacen alusiones bravuconas contra el opositor sin atreverse a nombrarlo. Salen a percutir cazuelas y a barrer las calles para llamar la atención en actos de surrealismo chafa. Se victimizan públicamente. Convierten canciones populares en himnos a sus propios egos. Regalan kits de belleza, cocina y albañilería.
En este momento todos quieren ofrecer una imagen impoluta de sí mismos.
En muchos casos se acercan a escuchar demandas, y con un poco de ganas, se les salen “las de Remi” de los ojos.
Los candidatos y candidatas parecen humanos. Seres humanos con dos brazos, dos piernas, dos orejas, un abdomen, dos ojos, una nariz y una buena y generosa boca. Parecen conmovidos y verdaderamente interesados en los problemas de la comunidad.
Pero a la hora de pedir el voto, el candidato o candidata, por lo general, no mira al ciudadano como un individuo con necesidades particulares, sino como un conglomerado de cruces que se estamparán a una planilla electoral para colocarlos en una posición que, en el mejor de los casos, lo volverá inaccesible a los porpios votantes que lo encumbraron.
Es del dominio público aquella vieja historia repetida de que, una vez alcanzados los objetivos del suspirante (y tras muchas horas de operación política sucia y limpia) las promesas y los compromisos se quedarán archivados en la memoria de los que en su momento pusieron en bandeja de plata sus anhelos (y sus pesitos).
Hablando específicamente de Puebla (en donde se libran campañas que van de lo solemne a lo cómico), los aspirantes saben bien a quién deben convencer, es decir, al ser la política mexicana una actividad en la que lo más importante no es conocer las necesidades del pueblo sino seducir a los incautos, en los llamados war rooms (que no son más que oficinas o casas completas o apartamentos en los que los asesores adiestran y constelan de virtudes al candidato) se pergeñan estrategias y se focalizan los lugares en los que la popularidad del partido (o del político en cuestión) es favorable. Pero ojo: en el arte de la seducción lo más importante es engatusar al descreído. En lenguaje un poco más coloquial, las campañas son equiparables al cortejo de una dama rejega a la que le han partido el corazón y le han visto la cara mil veces.
Esta es la introducción a un serial llamado “Soy tu fan”, en el que identificamos los perfiles de la gente que vota por determinado candidato, dentro del contexto de un estado en el que los votantes nacieron con un certificado del partidazo bajo el brazo (con todo y torta), y en el que la “transición” fue un simulacro cruel de lo que se conoce como democracia, y en donde muchos de los miembros activos de las izquierdas desayunan caviar y son más conservadores que una beata de Pénjamo, y en donde los candidatos independientes son personajes defenestrados de los partidos en donde se gestaron y se torcieron irremediablemente.
Esta no es una investigación seria. Está basada en encuestas que se dan en medio del chismorreo mujeril de cafetería, en largas sobremesas en las que abunda el alcohol, en rumores de vecindad, susurros en el baño de vapor y mediciones tuiteras.
Aquí no se trata de enarbolar una falsa irreverencia… Más bien queremos identificar las filias y las fobias de los que votan por tal o cual candidato.
¿Por qué votan lo poblanos? ¿Por quién votan? ¿Qué buscan cuando tachan la carita photoshopeada de su “gallo”? ¿En qué trabajan, con qué fantasean, qué los hace ser believers de Tony, Blanca, Roxana, Ana Tere o Abraham?
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