Al jardinero se le mantuvo en suplicio para que se inculpara de robar en la casa de René Lezama Aradillas, en Tehuacán, con una cadena de impunidad de agente y policías ministeriales

 

Por Mario Galeana

 

TEHUACÁN. El celular no dejaba de timbrar. Una, dos, 30 veces.

—Déjame contestarlo, déjame decirle a mi familia para dónde me llevan —pedía en tono de súplica Israel Velázquez Jiménez, jardinero de oficio.  Pero la respuesta siempre era la misma y el aparato telefónico no cesaba.

La oscuridad de la noche del 9 de mayo de 2014 no impidió que Israel grabara con el rabillo del ojo el rostro de su copiloto: el agente número 485 de la Policía Ministerial, Raúl Loeza Cazelín.

Adherido a la defensa de su viejo Jetta azul, el comandante Óscar Romero conducía un automóvil blanco de lujo, propiedad de la entonces Procuraduría General de Justicia (PGJ) de Puebla.

Al aparcar en la Primera Comandancia de la Policía Ministerial, Israel supo que los dos agentes se convertirían en sus verdugos.

Volvió a su carro la madrugada del día siguiente, con una costilla sumida, golpes en todo el cuerpo, una declaración que aún hoy no recuerda con exactitud y una amenaza.

“Si dices algo de lo que pasó, te matamos a ti o a tu familia”.

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—¡No contesta! ¡No contesta! ¡Algo le hicieron! —le decía Martina Beristáin, esposa de Israel, a su suegra.

Había llamado al celular de su esposo todo el día. La inquietud le despedazó el sueño y le pesó por la mañana.  Ya de noche, fue peor: lo único al otro lado del teléfono era la voz pasada por una grabadora.

—No, Martina, tranquila. Mira, salgamos a buscarlo. Todo va a salir bien —alentaba la madre.

Y salieron. Martina y su suegra caminaron a lo largo de la kilométrica avenida que Israel solía recorrer tras el trabajo. Esperaban encontrarlo estacionado a la orilla, con alguna avería mecánica en el carro. Pero no. No hallaron nada.

Optaron por recorrer agencias del Ministerio Público e incluso el Centro de Reinserción Social (Cereso) Regional.

Nada.

Pero al llegar a la Primera Comandancia, reconocieron el gastado Jetta azul estacionado. Al entrar a la oficina, Martina oyó un grito y no dudó: era la voz de Israel, pero rota y seca como nunca antes.

—¡Ya no aguanto! ¡Déjenme, por favor! ¡Déjenme!

El sonido rasgado erizó la piel de la mujer. Las manos le temblaban, pero aún así encaró a las autoridades ministeriales.

—Aquí tienen a mi esposo. Allá afuera está su carro. Aquí lo tienen. ¿Qué le están haciendo?

Los agentes se miraron.

—Váyase a su casa, señora. Aquí no tenemos registrado a ningún Israel. Lo que usted  está diciendo es una calumnia —la regañaron entre varios en tono intimidatorio.

Eran ya más de las 11 de la noche del viernes 9 de mayo de 2014. Martina y la madre del hombre de 33 años estaban exhaustas. Enfilaron hacia la salida y, antes de partir, miraron de nuevo el viejo carro azul.

No había duda: Israel estaba ahí.

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Apenas entraron a la Primera Comandancia Ministerial, lo condujeron hasta un cuarto pequeño, donde le exigieron desvestirse. Israel quedó en calzoncillos y camiseta. Le vendaron los ojos, ataron sus muñecas por detrás de la espalda y le ordenaron hacer sentadillas sin descanso.

Conocedores de las prácticas de tortura a base de años en la Policía Ministerial, el agente Loeza y el comandante Romero sabían que el ejercicio aumentaría el flujo sanguíneo en el cuerpo de su víctima: los golpes no dejarían moretones.

Israel hizo al menos 100 sentadillas. Lo ataron de los tobillos y lo derribaron sobre el piso. Entonces vino la lluvia de golpes, siempre acompañados por la misma exigencia:

—¡Ya di que tú te robaste las cosas, cabrón!

La ráfaga de puñetazos no doblaba a Israel. Se declaraba —a cada golpe, a cada puntapié de bota de casquillo, a cada nueva amenaza— inocente de cualquier delito. Entre  el aturdimiento que deja cada golpe feroz de la tortura, Israel escuchaba su teléfono timbrar como antes, cuando conducía hasta la Comandancia escoltado por los elementos ministeriales.

Loeza y Romero lo desamarraron y le ordenaron vestirse nuevamente, sin quitarle de los ojos la venda.

Lo llevaron al asiento trasero del automóvil blanco de la entonces PGJ y tomaron camino.

El auto se detuvo en la Segunda Comandancia Ministerial del municipio. Y los agentes arrojaron a un nuevo cuarto a Israel. Le cubrieron la nariz y la boca con un trapo mojado.

La tanda de golpes inició otra vez. A esa tortura se añadió un nuevo método: ahogamiento. Sobre su rostro, con la tela empapada, vaciaron agua mezclada con orines. Israel no respiraba. Y cada intento por conseguir aire le sacudía el esternón, los pulmones. El cuerpo entero.

Los ministeriales también le hundieron la cabeza en una tina con agua. Israel iba a desmayarse.

No alcanzó a perder la conciencia.

Le ordenaron vestirse nuevamente y, hasta hoy, Israel no sabe cómo logró hacerlo.

—Yo sentía que me iba a morir en cualquier momento. Sentía que la vida se me iba —dice, sentado a lado de su esposa, quien al oír su relato no puede dejar de llevarse las manos al rostro, cubierto de lágrimas.

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Cuando llegaron al Ministerio Público, Israel apenas podía sostenerse. El agente Jesús Hernández Herrera, quien ordenó la presentación del jardinero sin citatorio previo, tomó su declaración.

Un mes después, en un informe enviado a la Comisión de Derechos Humanos (CDH) de Puebla, el mismo agente Hernández Herrera asentó que, a fin de “obtener una declaración espontánea e inmediata”, ordenó la presentación expedita de Israel, medida ilegal a decir del órgano estatal.

Israel no tuvo abogado defensor. Los que estuvieron presentes cuando él declaró fueron los dos hombres que lo torturaron: el comandante Romero y el agente Loeza.

Un médico legista del Ministerio Público registró las lesiones que el cuerpo de Israel evidenciaba, y que fueron justificadas por los elementos de la Policía Ministerial como efectos de un forcejeo.

El médico halló, según la recomendación 1/2016 de la CDH, moretones en hombros, brazos y una “posible fractura” de costilla.

Los uniformados dijeron que esta última lesión se debió a que durante el forcejeo Israel se golpeó, él solo, con la puerta de su vehículo.

Al terminar la declaración, Loeza y Romero condujeron nuevamente a Israel a las afueras de la Primera Comandancia Ministerial, donde su vehículo aguardaba estacionado. Le devolvieron su teléfono celular y su cartera, con 500 pesos menos.

Antes de dejarlo solo, los ministeriales le dijeron un par de cosas.

—Tu patrón nos dio buen dinero por darte esta madriza. Nos dio el suficiente como para matarte. Así que mejor no te metas con él. Y si dices algo de lo que te pasó, te matamos a ti o a tu familia.

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Israel era un muchacho de 17 años cuando abandonó este municipio y enfiló hacia tierra estadunidense. El llamado sueño norteamericano atraía –aún atrae– a miles de jóvenes como él, tal y como lo haría un imán con un puñado de alfileres.

Cruzó la frontera y trabajó cinco años como jardinero. Pero las raíces mexicanas y el deseo de formar familia con su novia, Martina, lo hicieron volver.

Encontró espacio como encargado de mantenimiento en uno de los fraccionamientos más exclusivos deTehuacán: Las Topollas.

Tan exclusivo como para albergar únicamente cinco familias: empresarios y comerciantes acaudalados.

Ahí conoció a su patrón: René Lezama Aradillas.

Cuando Israel tenía apenas cinco años, Lezama Aradillas ya era propietario de una de las más grandes mueblerías de la ciudad.

Cuando Israel se jugaba la vida entre los límites de México y Estados Unidos, Lezama Aradillas culminaba su último año como edil local (1996-1999), emanado de las filas del PAN.

Cuando Israel cumplía siete años trabajando en Las Topollas, Lezama Aradillas probaba la derrota y caía frente a la priista Ernestina Fernández Méndez, elegida en 2013 nueva presidenta del municipio.

Cuando Israel sintió sobre el cuello la mano atenazada de Lezama Aradillas, la noche del 8 de mayo, 24 horas antes de su detención, no entendía qué estaba sucediendo.

Había acabado de trabajar e ido a casa de su suegra para recoger a Martina y sus dos pequeños hijos.

De regreso a casa, el matrimonio se sorprendió. Lezama Aradillas y su esposa, María del Carmen Nicolás Parés, los esperaban con rostros desencajados.

—¡Danos lo que te robaste! —fustigó ella, ante el desconcierto de Israel y su esposa.

—Yo no me robé nada. ¿De qué está hablando? —atajó el jardinero.

—Si no te robaste nada, deja revisar tu carro —exigió el ex alcalde.

Entre el llanto de los niños de Israel y las miradas de los vecinos que salieron de casa para indagar sobre el griterío, Lezama Aradillas y su esposa vaciaron el viejo Jetta azul.

—¿Dónde están las joyas? —inquirió nuevamente el empresario a Israel, tras tomarlo del cuello.

—Yo no sé de qué me están hablando.

—Fuiste tú, no te hagas pendejo. Si no las devuelves ahorita mismo, te va a ir muy mal, cabrón. No sabes con quién te estás metiendo.

—Investigue bien, señor. Yo no me robé ningunas joyas ni nada.

—Mañana quiero que te presentes a trabajar como de costumbre. A las 12 del día te quiero.

Y la ola de gritos subió a una camioneta de lujo, y dejó en el jardinero y su esposa una ola de temor.

Horas antes, Israel y su hermano, Ángel, habían limpiado los vidrios exteriores de la casa de Lezama Aradillas, a petición de la esposa del empresario. Este hecho fue razón suficiente para que éste atribuyera un presunto robo al jardinero.

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Al llegar a Las Topollas, Israel se topó con la patrona, quien le exigió el teléfono celular. “Si no fuiste tú, no tienes de qué preocuparte”.

La esposa de Lezama Aradillas pidió al jardinero que se declarara culpable de un hurto del que él, hasta entonces, no sabía nada.

Trabajó ese miércoles como cualquier otro, hasta que hacia las seis de la tarde un automóvil blanco de lujo y dos hombres llegaron al fraccionamiento.

Israel no tuvo dudas: tenían pinta de policías.

Hablaron con la mujer al menos dos horas, sin dejar de mirar a Israel. Se fueron.

Dos horas después, a las ocho de la noche, María del Carmen devolvió el teléfono celular: una larga lista de llamadas de Martina aparecía en la pantalla. Israel salió del fraccionamiento pero antes siquiera de intentar devolver una, los dos agentes ministeriales lo detuvieron.

—Tenemos una orden de presentarte ante el Ministerio Público.

—Pero ¿por qué?

—Tú ya sabes por qué.

—Yo ya les dije a los señores que no tengo nada. Que investiguen bien. Ellos ayer vaciaron mi coche y no encontraron nada, ¿qué otra prueba necesitan? Ni siquiera sé cuándo les robaron.

—Tú sólo acompáñanos al Ministerio y allá vemos —le dijeron.

El agente Loeza subió al Jetta azul en el asiento del copiloto, mientras que el comandante Romero conducía detrás de ellos.

El cielo era una masa oscura. Más oscuro era lo que deparaban las siguientes horas para el jardinero.

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Israel no puede determinar con precisión cómo es que logró conducir de la Primera Comandancia Ministerial hasta la vivienda de su madre, con el cuerpo hecho añicos. Por días, no asomó el rostro por las ventanas de su casa: pensaba que los agentes ministeriales aguardaban a la vuelta de la esquina.

El 12 de mayo de 2014, sin embargo, Israel reunió la energía física y el valor suficientes para acudir a la CDH y presentar una queja en contra de los agentes.

—¿Cómo es que juntaste fuerzas para hacerlo? —se le pregunta al jardinero.

—Yo le dije que esto no podía quedarse así, que tenía que haber justicia —ataja Martina.

Israel y Martina fueron víctimas de hostigamiento de los ministeriales por casi medio mes. El mismo automóvil blanco de lujo que lo escoltó hasta la Primera Comandancia aparcaba frente a su casa, frente al trabajo de su esposa y frente a domicilios de otros familiares.

El 15 de mayo de 2014, Israel denunció ante la Dirección General para la Atención de los Delitos Relacionados con Servidores Públicos al agente Loeza y al comandante Romero.

Seis días después, una visitadora adjunta de la CDH solicitó a la Policía Ministerial de este municipio no perturbar la vida de Israel ni de su familia. Entonces el acoso cesó.

El 13 de junio de 2014, el jardinero amplió su inconformidad en contra del agente del Ministerio Público.

Hernández Herrera modificó la declaración de Israel para añadir la firma del abogado particular Jorge Esteban Vázquez, con cédula 4789497, datos que otorgarían cierta validez a la declaración.

Por dicha falsificación, Israel presentó una nueva denuncia reunida en la carpeta de investigación 253/2014 en contra de Hernández Herrera y Esteban Vázquez, por los presuntos delitos de falsificación de documentos y de hechos, además de simulación de actos jurídicos.

Las lesiones consignadas por el médico legista, de acuerdo con la CDH, coinciden con el testimonio de Israel y no con la versión de los agentes ministeriales sobre un forcejeo previo a la detención.

“Los policías actuaron como en el México de los años 70: a base de tehuacanazos y tortura”, sostiene Martín Barrios, presidente de la Comisión de Derechos Humanos y Laborales del Valle de Tehuacán, asociación civil que encabeza la defensa jurídica de Israel.

“Si la CDH tuvo elementos suficientes para demostrar que hubo violación de derechos, la Fiscalía no debería decir que no. Hay los elementos suficientes para ejercitar acción penal en contra de los ministeriales, y de inhabilitar al agente del Ministerio Público”.

“Es evidente que hicieron esto porque hay corrupción”, añade.

En la recomendación expedida por la CDH el 10 de febrero pasado, el órgano ordena la reparación integral de los daños ocasionados en contra de Israel, así como dar continuidad a las denuncias presentadas contra los agentes ministeriales que lo detuvieron y  torturaron.

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La denuncia por el presunto robo presentada por Lezama Aradillas contra Israel y su hermano se encuentra pausada aunque, a decir de Barrios, no hay ningún elemento que acredite su culpabilidad.

“El hermano de Israel también fue citado, pero reservó su derecho de declarar. En las pruebas mostradas por Lezama se habla de un video, pero en la descripción del mismo nunca se observa a Israel o a su hermano robando nada. Lezama acusa robo de euros, joyas, dólares y pesos, pero no pudo acreditar la posesión de muchos objetos”, argumenta el defensor de derechos humanos.

A la par, Israel sostiene un litigio ante la Junta Local de Conciliación y Arbitraje en contra de Lezama Aradillas para obtener una rescisión de contrato por falta de probidad, que no es otra cosa que “la falta de honradez en la relación obrero patronal”.

“Si a Israel le hubieran encontrado alguna de las posesiones hurtadas habría flagrancia del delito y hubiera pisado la cárcel. Pero como no ocurrió así, Israel demanda la rescisión del contrato porque lo mandó a torturar, lo despidió y, además, lo calumnió en otros fraccionamientos privados, de tal suerte que a la fecha Israel no ha conseguido trabajo en ninguno otro”, apunta Barrios.

—Y hoy, a casi dos años de aquella noche, ¿cómo te sientes? —se inquiere a Israel.

—Pues tenemos temor, tanto mi esposa como yo. Sabemos que nuestras vidas corren riesgo. Pero, en todo caso, hacemos responsables de nuestra integridad al señor René Lezama y a los policías ministeriales que me torturaron.

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