Sólo dos veces en mi vida he saludado a Bill Clinton. Una vez, como Presidente, en el hotel Mayflower, en Washington, y otra, como exmandatario, en el hotel Waldorf Astoria, en Nueva York.
En ambas ocasiones, me tomó del antebrazo, me miró a los ojos, preguntó mi nombre y me hizo sentir, por unos segundos, que yo era la persona más importante para él en esos momentos.
El acto de saludar en público ha sido una parte importante del éxito político de Clinton. Lo considera la mejor forma de conectar con la gente y crear una impresión de empatía, como la que dejó en mí.
Sin embargo, como una vez reconoció él mismo al empresario y político Steve Soboroff, el famoso saludo es parte de una actuación muy bien ensayada.
Hace unos días volví a ver Primary Colors, la película que, basada en un libro del mismo nombre, retrata la ruta de ascenso de Clinton hacia la Casa Blanca, que ocupó de 1993 a 2001, y en la que la explicación sobre su saludo de mano tiene un lugar prominente en el guión.
En uno de los momentos culminantes del filme, el actor John Travolta, quien interpreta al gobernador Jack Stanton –un personaje inspirado en Clinton–, se presenta ante los trabajadores de un astillero, en Portsmouth, Nueva Hampshire, uno de los estados donde los aspirantes presidenciales se hacen o se deshacen como competidores.
Afectados por el recorte de empleos, los obreros quieren saber qué hará por ellos si llega a la Presidencia.
Travolta les dice que les hablará con la verdad: su fuente de trabajo es una víctima de la globalización económica y no pueden depender más de ella, pero que si lo ayudan a llegar a la Casa Blanca, se desvivirá por ellos para que vuelvan a la escuela, aprendan otros oficios y así puedan salir adelante.
Había recordado la escena –que está basada en un hecho real– cuando el aspirante presidencial republicano Donald Trump se presentó en un acto de precampaña en la misma población (24 años después de Clinton), y se refirió a los trabajadores afectados por las decisiones de empresas que se reubican en otros países en busca de mejores condiciones fiscales.
“Tell them to go fuck themselves”, arengó el empresario inmobiliario, haciendo gala de su lenguaje vulgar. Es decir, “díganles que se vayan a la chingada”.
Lo cierto es que ni Clinton se desvivió por encontrarles otros empleos a esos trabajadores ni Trump dice la verdad cuando amenaza a las empresas estadunidenses que se reubiquen en otros países, como México, por razones fiscales.
Pese a su estilo duro y directo, Trump ha hecho notar que la tasa impositiva que pagan las empresas en Estados Unidos (39%, combinados el gravamen federal y el promedio de los estatales) es la más alta en el mundo desarrollado.
De acuerdo con una revisión de las declaraciones de 304 empresas estadunidenses ante la SEC, realizada recientemente por Bloomberg News, dichas compañías mantienen más de dos billones de dólares de sus ganancias en el extranjero.
Por eso Trump, en su propuesta fiscal, dice que para hacer que EU sea globalmente competitivo, promoverá la reducción del impuesto federal sobre ingresos corporativos a 15%.
Incluso en una entrevista, en noviembre de 2015, Trump afirmó que las empresas guardan ese dinero en el extranjero porque “es prohibitivo traerlo aquí, tendrían que estar locos para hacerlo”.
Entonces, igual que fue un error creer en la empatía de Clinton –cuya esposa Hillary es un poco menos hábil que él para ocultar sus mentiras–, tampoco hay que confiar en que Trump cumplirá todo lo que dice, por muy estridente que sea.
Lo que hay que saber es que el electorado compra esas pantomimas. Se las compró a Clinton en 1992 y es posible que se las compre a Trump en noviembre entrante.
Buscapiés
Estados Unidos acaba de estrenar embajadora en la Ciudad de México, luego de casi diez meses de tener vacante su sede diplomática en Paseo de la Reforma. La pregunta es cuánto duraría en el puesto la muy hábil y muy preparada Roberta Jacobson en caso de que Trump gane la Presidencia y tome posesión dentro de ocho meses.