Entre las quejas más recurrentes de los inconformes con la gestión de Rafael Moreno Valle, se encuentran aquellas que apuntan al gobernador como un megalómano.

Para el filósofo británico Bertrand Russell, una de las causas de la infelicidad es, precisamente, la megalomanía (lo curioso es que al gobernador se le ha visto últimamente bien contento).

La megalomanía podría traducirse, en llano, como la inclinación que tiene un ser humano hacia lo grandote, creyéndolo grandioso.

 

Algo es seguro: no existe, al menos en este país, un político que no sea megalómano.

Hay que mirar con el rabillo del ojo sus historias personales para darnos cuenta de que existe un antes y un después muy marcado, y con la inoperancia de la impartición de justicia en casos de flagrante corrupción, estos antes y después se magnifican.

El político es un ente (animal no, porque los animales son inocentes) voraz que al detentar el poder no lo suelta, y una vez que ha alcanzado el estatus deseado, brota en él una nueva dolencia que antes se camuflaba: la de pertenecer a una casta superior constelada de lujos y belleza… aunque no siempre se tenga el gusto suficiente para ello.

 

Hablando un poco del microcosmos poblano, todos hemos sido testigos de una serie de metamorfosis en los personajes que mueven los hilos del poder.

La obra pública es una muestra tangente de la capacidad de refinamiento o el total  desequilibrio estético de nuestros gobernantes del presente y del pasado.

Tomando como ejemplo los últimos tres sexenios, es fácil adivinar quién mandó a hacer tal o cual obra o cuáles eran las prioridades de cada gobernador.

Para Melquiades Morales lo más importante siempre fue pasar a la historia como un gobernador cercano a la gente. Cálido y amistoso. El populacho no recuerda muy bien qué puente mandó a hacer o qué teatro rehabilitó o que nueva calle inauguró. Lo que sí recuerda (y con esto don “Melqui” cumplió con su cometido) es que siendo el habitante de Casa de Puebla, el señor nombraba a cada persona por su nombre propio. No sólo a los miembros de la clase política, sino a los ciudadanos de a pie. Bastaba con que una persona de dijera una sola vez  su nombre en medio de un acto, para que a la siguiente ocasión el gobernador se acercara a él o a ella, le diera un cálido apretón de manos y le dijera “ ¿Cómo le ha ido, don Pedro? ¿Ya le resolvieron el problema de drenaje, doña Lupe?”. Y así por lo menos la gente que le dio su voto no se sentía abandonada a su suerte.

Diplomacia. La diplomacia y el don de gentes fue el éxito de la administración melquiadista. A él no se le pude encasillar en el estereotipo del político megalómano. Más bien fue un gobernador colmilludo que, si bien no fue un hombre de obras faraónicas, supo sobrellevar su sexenio sin mayores exabruptos.

 

Mario Marín es el caso más representativo de la megalomanía crónica y degenerativa, ya que en su intento fallido de convertirse en un Benito Juárez poblano, no sólo careció de la supuesta humildad juarista que enarbolaba al principio de su sexenio, sino que a partir de ese momento y trepado en el tranvía de la soberbia, coptó (y compró caro) a casi toda la prensa poblana para que se pusiera de su lado cuando sus acciones, reprobables a todas luces, fueron exhibidas no sólo a nivel nacional por Lydia Cacho, ya que el escándalo traspasó las fronteras y para el mundo los poblanos dejamos de ser los clásicos PIPOPES para convertirnos en los “Preciosos”.

Aún así, con todos lo reflectores puestos en su legendaria vileza, el gobernador salió impune y consolidó un grupúsculo que hasta la fecha lo sigue apoyando.

Esta clase de fenómenos sólo se pueden dar en estados y en países con un nivel de corrupción y de letargo como el nuestro, pues a pesar de ser un personaje deleznable dentro de la política nacional, Marín sigue caminando libre por las calles y ostentando la bandera “la cultura del esfuerzo”.

Hoy el “Góber Precioso” está haciendo abiertamente campaña por la candidata del PRI a la minigubernatura, Blanca Alcalá, quien por cierto, cada que puede se deslinda del marinismo y en sus spots ininteligibles e intraducibles acusa (a discreción) a Moreno Valle de hacer obras de relumblón. Un gobierno “de pantalla”, afirma en cada acto de campaña.

 

Podemos decir que sí; que a partir de que se instauró el morenovallismo, en Puebla han ido apareciendo, como en una película de ciencia ficción, puentes gigantes iluminados con láser, una rueda de la fortuna en donde en vez del Támesis se ve un río Atoyac, a veces rojo, a veces tornasol. Un parque lineal en donde los atletas corren y los ciclistas, ruedan. Avenidas con monstruoso concreto hidráulico irrompible.

Además de recomponer el marranero que habían dejado los gobiernos priistas: tiempos aciagos cuando la obra pública se rifaba entre los propios compas y hacían puentes y calles y guarniciones muy al estilo “El Milusos”. Obras churriguerescas y barrocas que con las primeras lluvias se levantaban para dar como resultado un homenaje involuntario al “horror vacui”.

 

Pero regresando al tema de Blanca Alcalá y sus golpes de pecho. La ex alcaldesa abomina a los megalómanos resultó más megalómana que sus señalados.

La semana pasada se dio a conocer que la aspirante a gobernadora no es tan pobrecita como presume, ya que es propietaria no sólo de una, sino de varias “casas blancas”. Nunca de las dimensiones y del costo obsceno como las de Peña Nieto, pero para ser una funcionaria impoluta, pues esto resulta escandaloso, ¿o no?

Los raptos de incongruencia de Blanca Alcalá Ruiz son coronados con una maravilla de la tecnología que sólo ella tiene a su servicio en estas campañas, ya que la candidata de la alba conciencia se ha hecho omnipresente gracias a un holograma que viaja por las avenidas más importantes de la ciudad perorando sus propuestas.

Una holografía como con la que pudimos ver vivo una vez más John Coltrane tocando sus saxofón en la película Vanilla Sky, o al rapero Tupac cantando en Coachella 2012.

¡Así de modesta y republicana la candidata del partidaxxxo!

¿Quién dijo megalomanía?

 

 

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