Por Dulce Liz Moreno

“¿Cómo que no hay? ¡Claro que hay!”, gritó Mamá Nena, enojada, y tomó su bolsa de mano. De regreso, puso a Lucero a hacer una “tarea especial” y ahí la dejó entretenida un rato.

Luego, la llamó desde el comedor, y la niña de los rizos caoba fue midiendo, en el camino, si el tono del nuevo grito era para temer algo o Mamá Nena estaba de buenas.

Al final del pasillo, la cara se le iluminó: el comedor se había transformado. No había ni dónde sentarse porque decenas de globos de colores estaban ahí, solo para ella.

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Hubo magia. Mamá Nena explicó al público Contreras Vergara que ella era una gran artista y prestidigitadora. Tomó chícharos en sus manos y se los dio a tocar a Lucero para que verificara la autenticidad de la materia. Luego, les hizo cuenco con las dos palmas, las encerró, les hizo hocus pocus y… ¡guauuuu!, los convirtió en habas.

La festejada no podía creerlo.

¡Y sus velitas! Se alcanzaban a contar con los dedos de la mano. Y Lucero las apagó apretando los ojos pidiendo su deseo en la mejor fiesta de su vida.

Poco después traduciría en su cabeza que aquel pastel estaba fabricado con una pirámide de twinkywonders. Y años más tarde sabría que esa vez no había dinero para nada que no fuera lo indispensable para sobrevivir. Un pastel era demasiado. Pero no imposible para Mamá Nena.

“¿Sabes que nunca supimos cómo hizo el truco de las habas? Mamá Nena era capaz de hacer cualquier cosa por entretenernos”, cuenta hoy la mayor de los cinco nietos que doña Elena González Brunet tuvo en aquella casa donde vivió sus últimos años.

Lucero Contreras agrega que hoy se siente muy afortunada por tener dos grandes mujeres en su vida: Mamá Nena y Sonia, Chonita.

Chonita heredó de Mamá Nena el carácter fuerte y fue su brazo derecho para criar a toda la familia.

Todas las madrugadas escuchaba cómo Mamá Nena alistaba las cosas para salir a la calle a ganarse la vida, a traer unos pesos a la casa, a hacer milagros para multiplicar el pan y el pez que llegaban a la mesa. Trabajaba en lo que podía. Cada día era un reto y una aventura hasta que se colocó como costurera.

El horario fijo la obligaba a lanzarse a la calle de madrugada y regresar muy tarde.

Chonita tenía siete años y tan poca estatura que se subió a una silla para alcanzar, esa mañana de invierno, los quemadores de la estufa de petróleo. Cuando Pepe, su hermano, regresó del trabajo, probó lo que guisó la niña: huevo en salsa. Le dio un par de consejos. La felicitó.foto2

Desde ese día, Chonita fue a la primaria con la bolsa del mandado porque a la salida le tocaba ir al mercado a comprar lo que preparó para mamá y hermanos toda la vida.

Acosada por la migraña –”la punzada”, diría–, se tapaba los ojos con una mano y con la otra cargaba mandado y mochila para que el sol no la desmayara.

“¿Cómo no voy a saber que soy muy bendecida? Me tocaron una madre ejemplar y una Mamá Nena que no tiene comparación”, cuenta la mujer que hoy es mamá de León y Lucero.

De las puntadas de Mamá Nena, Lucero tiene una favorita: en día de Reyes, ponía una tina de agua para los caballos… y auténtico estiércol de madrugada, “para que no hubiera dudas de que habían venido”.

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