Un hijo treintón explica por qué la maestra de primaria –y de la que fue asistente de los 5 a los 11 años de edad– atrapa toda su admiración

 

Por Dulce Liz Moreno

El llanto les despedazó el corazón.

Tía y abuela se dieron por vencidas. El bebé lloraba y no dejaba de temblar y no hubo dinero para tomar el taxi  ni tenían idea de cómo detener ese río de aflicción.

Apenas había pasado la cuarentena. El bebé tenía tan pocas semanas de nacido que cabía en el brazo de la tía Elia, y no le pesaba casi nada a la abuela, doña Ernestina. El problema era alimentarlo; sólo la leche materna le sentaba bien.

Y Leonor había tenido que volver al despacho a ganar el salario de cada día y a ejercer la profesión que desde siempre le había llenado la aspiración profesional: tener a punto los balances, cuadrar las enormes listas de cifras y alistar los números para las auditorías.

Espigada, bien erguida en su silla, frente a la mesa de trabajo perfectamente alineada con carpetas, calculadoras y lapiceros, se había ganado el respeto de jefes y colegas a fuerza de precisión, acierto y disciplina.

Como toca hacer a los contadores, Leonor había calculado riesgos y, para su fortuna, sumó la solidaridad y ayuda de su hermana y su mamá.

Sólo Raúl, envuelto en la frazada, parecía que no quería cooperar con el plan. ¿Cómo, un ser tan pequeñito, podía sollozar con tanta angustia?

Otros días habían sido tan perfectos como los estados financieros que afinaba Leonor: a la hora del hambre, abuela y tía llegaban al despacho de las cuentas enormes y casi de puntillas, en secreto, ella salía.

En la escalera, así, de pie, porque en aquel tiempo no había permisos de nada salvo de trabajar, ella daba de comer al bebé de ojos como lentejuelas; lo arrullaba, le platicaba  y, una vez que el niño quedaba satisfecho, corría de vuelta por la escalera para volver a la mesa alineada y perfecta.

Y las dos mujeres volvían a casa con el pequeño envoltorio contento y dormido.

Pero esa mañana, el llanto les nubló la razón.

¿Qué hacer con el pequeño que estaba agotado de llanto pero hambriento, enfadado y con dolor?

Lo resolvieron a la antigua. El bebé encontró asilo en el pecho de  Beatriz Cárdenas, que nutría a Luis Fernando, tres meses mayor que Raúl, su primo.

Leonor decidió resolverlo de otro modo: dado que no hubo condiciones en el trabajo para apoyarla en su proyecto de vida como madre de un bebé y esposa de un ingeniero viajero, cerró por fuera la puerta del despacho y no volvió.

Mamá y niño comenzaron, entonces, un viaje juntos. La tía Elia, recién operada del corazón, requirió ayuda para aguantar sus jornadas frente a grupo de primaria.

Leonor se apuntó. ¿Quién si no ella, iba a ayudar a quien tanto la apoyó los primeros meses de vida de su hijo mayor?

Aprendió una segunda profesión sobre la marcha, con el gis en la mano que se desbarataba haciendo números en el pizarrón.

Desde el kínder y hasta los once años, Raúl hizo jornadas dobles de escuela porque desde que estuvo en el kínder, su ruta de regreso a casa pasaba por varias horas en el aula donde daba clase su mamá.

Compartía mesabanco con algún desconocido un rato y, luego, la hacía de asistente, mandadero y asesor.

Aunque a veces era pesado ser el office boy, el salón de Leonor era buen refugio porque afuera había peligro latente: una maestra jalacachetes que, de la nada y de repente, podía salir de cualquier rincón.

Hoy, Raúl Pancardo cree que las mujeres de su familia le salvaron la vida. Sabe que su madre lo prefirió por encima de su profesión o cualquier salario o pensión. Y respira hondo y sonríe porque cree que en este mundo a él le tocó lo mejor.

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