Una maestra estiró su sueldo hasta que la crisis  se lo reventó, pero hizo para sus hijos, de la austeridad, una gran celebración

 

Por Dulce Liz Moreno

Ella volvía fiesta la hora de comer.

Daniela lo recuerda con perfecta nitidez. Apenas había cuatro o cinco rajas esbeltas de chile hasta arriba de una pirámide de tortillas alternadas con jitomate apachurrado y hierbas, y ella las contemplaba  admirada porque se las presentaban por primera vez con nombre de códice: pastel azteca de Tenochtitlan.

—No cualquiera lo llega a conocer, ¿eh? —advertía ella.

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Y, entonces, los hermanos Rea, tomaban el tenedor y le partían un pedazo a esa maravilla que ella les acompañaba con cuentos en que los personajes se llamaban Moctezuma  o Izcóatl y paseaban en jardines espléndidos y plazas de colores.

¿Quién puede resistirse a un manjar francés? Las claras de los tres huevos disponibles colaboraban. Se dejaban batir a toda velocidad hasta que, hechos espuma, agigantaban un círculo blanco, poroso, que una vez frito en el sartén alcanzaba a llenar dos pisos de un edificio hecho de rebanadas de pan.

Y cuando no hubo ni siquiera para el aceite, la comida oriental llegó a la mesa en forma de arroz al vapor remojado en pociones de receta irrevelable porque los secretos de los grandes emperadores no se pueden profanar.

Los niños no se enteraron que a mamá se le pulverizó el salario en las manos ese marzo de 1982, cuando los precios en el mercado más barato le hicieron imposible comprar carne por semanas.

Escuchaban la frase “deuda externa” salida del radio, de los televisores cuadrados blanco y negro que, por más que se le daban vueltas a las perillas, no dejaban de dar malas noticias con palabras alarmadas.

Pero no llegaban a la mesa.

La delicia rusa era irresistible. Nadie en la escuela comía menú de folklor de un país tan lejano.

¿Quién le dice que no a dos papas grandes que se hicieron cubos y nadan en un caldito amarillo con tiras delgadas de cebolla y col?

Fuera de casa, el cuarto de jamón era artículo de lujo. Dentro, los niños viajaron por tantos países como sustitutos llevó ella: la galantina podía ser griega; el queso de puerco, italiano; el tocino en trozo, portugués.

Y eso de ahí “no se llama pan duro, mi amor”; con una pasada en aceite y calor ya es tapa española con finas hierbas, que al cabo los quelites eran casi regalados por manojo.

Afuera, ella corría para llegar al trabajo y buscar formas alternas de llevar dinero. El mal escenario se había prolongado justo en los años en que decidió formar familia y criarla con su mejor esfuerzo: todo comenzó en septiembre de 1976, cuando los diez bolillos pasaron de costar cincuenta centavos a un peso con 75.

Y justamente cuando hasta aumento de salario le tocó en su sueldo pequeño de maestra, con la nueva década, los precios se le fueron al cielo sin aviso ni opción.

Para entonces, los sueldos del gremio de los profesores eran de los peores en el país.

“Nunca nos enteramos de todas las angustias que pasó para tener comida en la casa, hasta que fuimos grandes y dimensionamos la devaluación, la escasez y su creatividad. Nunca estuvo de malas. No la vimos pelear por dinero. Nos hizo apreciar la comida y celebrar que teníamos”, cuenta Daniela, quien hoy es mamá de una bebé.

 

Herramientas para vivir

“El ánimo con el que tu mamá te dé la comida en casa te marca para siempre”, afirma MariCarmen Fernández, terapeuta directora del programa “Alimento y amor”.

Dedicada a atender pacientes con desórdenes alimenticios, Fernández explica que mamás como la de Daniela Rea hacen posible una etapa fundamental: la infancia.

“Con  infancia  me refiero a la formación en la vida en que lo ideal es que los niños se sientan seguros, y aprecien el esfuerzo de los demás en un entorno amable, sin estrés ni prejuicios”.

Ella creó todo un mundo en la mesa. La vida la hizo ella.

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