Por Pascal Beltrán del Río
Qué lejos se ven los días de la efímera primavera democrática de México...
Durante los años 90, hubo un despertar ciudadano en este país –luego de décadas de invierno autoritario–, en que las elecciones eran percibidas como un vehículo de cambio.
El mundo estaba cambiando y México era parte de ese movimiento esperanzador.
Los votantes iban entusiasmados a las urnas sabiendo que con su voto era posible una transformación de su vida y la de su comunidad.
Por esos años me tocó cubrir comicios para gobernador en diferentes entidades del país. No en todas se dio la alternancia, pero siempre era palpable la posibilidad de incidir mediante el sufragio en el rumbo de la cosa pública.
Pude ver hablar, frente a plazas abarrotadas, al potosino Salvador Nava y a la yucateca Ana Rosa Payán, entre otros. ¿Dónde quedó toda esa energía, esa chispa ciudadana que iba parir el México nuevo?
En ese contexto se encumbraron personajes como Vicente Fox, Cuauhtémoc Cárdenas, Diego Fernández y Andrés Manuel López Obrador.
Cuando reviso los procesos electorales de hoy –los que están actualmente en curso, para no ir más lejos–, no veo ni la sombra de aquello.
No es hacerle al drama ni tirarse al piso. Observe usted cómo las campañas se han convertido en luchas de lodo, intercambios de porquería, esfuerzos por demostrar que el otro candidato es más sucio.
Las filtraciones de audios y documentos que revelan hechos comprometedores, supuestos o reales, pasan por encima de la discusión sobre las necesidades de la comunidad.
Los spots sustituyen a la oratoria. Los debates no son debates sino aburridos ejercicios en los que los candidatos repiten monólogos surgidos de la cabeza de algún estratega en comunicación política.
No hay una sola campaña, en los 12 estados que van a elegir gobernador, en la que haya temas importantes para la gente dominado la agenda.
Supuestamente las varias reformas electorales que han habido en los últimos 20 años iban a desterrar la desconfianza, pero las acusaciones sobre presuntos actos ilegales cometidos en campaña van al alza, abarrotando de recursos de impugnación los tribunales electorales.
Fíjese usted, todo tiene que ver con dinero: que si el gobernador de Querétaro está apoyando con recursos al candidato del PAN en Aguascalientes; que si el candidato del PRI en Veracruz se beneficia con el programa Prospera, mientras que a su principal rival le salen propiedades por todos lados; que si el equipo del aspirante del PRI reparte despensas de Diconsa en Oaxaca y que si el gobernador de ese estado desvió dos mil millones de pesos para comprar votos a favor de su candidato…
Disculpe si sueno ingenuo, pero ¿dónde están los temas que se refieren a las necesidades que hay en esos y los demás estados con elecciones? ¿Quién se refiere a ellos? ¿De qué se tratan las campañas, de ganar por ganar?
La suciedad en que han derivado las campañas sólo revela una cosa: los enormes intereses que hay en juego. Nadie pelearía tan bajo si no se tratara de la definición de su futuro. Y ese futuro se llama dinero.
En esa disputa, los ciudadanos han quedado como meras piezas de las ambiciones de los políticos.
Pero podemos caer más bajo: ahí está Tamaulipas, donde el contexto no es meramente la batalla por el botín presupuestal, sino además la implantación de los intereses criminales.
El fin de semana se dio un hecho muy inquietante que no ha quedado debidamente aclarado.
Súbitamente, candidatos a alcaldes de diversos partidos, incluido el que se presenta como el más puro de todos, decidieron apoyar a un aspirante a gobernador que no es de su partido.
Una de dos: o algo los iluminó a todos súbita y simultáneamente… o alguien los amenazó.
En respuesta, el presidente del PRI desconoció a sus candidatos que apoyaron al del PAN, y luego los acusó de estar coludidos con la delincuencia organizada.
Si eso no nos alarma y no nos advierte lo lejos que ha llegado la perversión de los procesos electorales, ¿qué hará falta para que despertemos?
