Por: Mario Alberto Mejía

Como en una obra de teatro de Harold Pinter –escenografía escasa, luces tenues, dos actores solamente–, Carlos Luna y yo conversamos en el verano de 2015 en el contexto de una entrevista que duró cuatro horas.

El escenario no podía ser mejor: una mesa del restaurante El Desafuero, en Puebla, ciudad en la que el pintor nacido en Pinar del Río, Cuba, vivió varios y nutridos años.

Conocí a Carlos Luna cuatro veces. El entrañable Julián Ventosa Tanús me habló de su pintura, y por él la conocí. Sin saber que era cubano, apenas me puse frente a un lienzo suyo me llegaron ecos de las novelas de Cabrera Infante, matices de un viejo ron convertido en Cuba Libre, un aroma inevitable a los habanos Romeo y Julieta y, ya de salida el ojo, un aire de la obra de Wilfredo Lam.

La tercera vez lo conocí personalmente. Julián convocó a un grupo de amigos a una cena en El Desafuero. No pudimos platicar mucho porque los presentes sólo querían hablar de política. Así se nos fue la noche.

Finalmente llegó la cuarta vez. Del saludo pasamos a la entrevista que se volvió de inmediato una larga conversación sobre sus pasiones y amores: sus dos abuelas, la música, el baile, la pintura…

Carlos Luna es pintor, ceramista y escultor. Su obra, en efecto, tiene una deuda visible con la de un paisano suyo: Wilfredo Lam, quien durante su estancia en París se nutrió de lo mejor de Picasso, los pintores cubistas y el surrealismo. De regreso a Cuba, tropicalizó sus influencias. Cuando Luna abrió los ojos y descubrió a Lam cayó rendido ante su obra. Con el tiempo sumó otras enseñanzas y descubrió por sí mismo a Picasso, pero también a pintores oaxaqueños como Rufino Tamayo y Francisco Toledo, por ejemplo. Con los años, Carlos Luna maduró su obra y dejó salir su sello propio.

Como Marcel Proust, como José Lezama Lima, el pintor cubano padece asma desde niño. Su abuela Juliana, con quien pasó algunos de los mejores años de su vida, lo ayudaba cuando era víctima del hongus focus. “¡Respira, respira, contrólate!”, le gritaba para darle ánimos. Y así salía de sus crisis. Cuando Luna me narró esa escena no pude dejar de pensar en unas líneas vibrantes de Lezama Lima sobre el asma: “Vivo como los suicidas, me sumerjo en la muerte y al despertar me entrego a los placeres de la resurrección. Mi asma llega hasta mí en dos ondas: primero, desaparece por debajo del mar, y luego arriba al gran acuario donde todos los peces saborean el mundo. (…) Me consuela pensar en la infinita cofradía de grandes asmáticos que me ha precedido. Séneca fue el primero. Proust, que es de los últimos, moría tres veces cada noche para entregarse en las mañanas al disfrute de la vida. Yo mismo soy el asma, porque a la disnea de la enfermedad he sumado también la disnea de la inmovilidad. Aquí estoy, en mi sillón, condenado a la quietud, ya peregrino inmóvil para siempre. Mi único carruaje es la imaginación, pero no a secas: la mía tiene ojos de lince”.

Esta larga cita se reencuentra con Luna en la última imagen. Y es que este pintor, como la imaginación del gran poeta cubano, también tiene ojos de lince. Con ellos captura todos los días imágenes entrañables ligadas a sus dos abuelas, a su padre esquizofrénico, a sus pasos de baile en los barrios calientes de La Habana.

“Mijo, cántale a la vida, porque puede ser muy jodida”. Y vaya que Carlos le hizo caso. Ahí está su obra como muestra: la obra de un hombre infinitamente feliz. Juliana, su otra abuela, además de llenarlo de vida le contaba historias todo el tiempo. Y de ahí sacaba frases formidables. “Eres un espíritu viejo en un cuerpo niño”, le decía detrás de su vieja máquina de coser Singer. Aunque hubo días en que también le compartió tristezas: “No importa que yo no pueda salir de este país. Estoy como en una prisión, pero mi mente y mi espíritu son libres. Nadie los puede apresar.”

En esta primera entrega, Carlos Luna habla de las cosas vitales de su infancia, de sus abuelas entrañables, del guaguancó que lo hizo rehén en La Habana vieja y de esas primeras enseñanzas que lo han convertido en este surtidor que como el rayo de Miguel Hernández no cesa de generar imágenes.

Un surtidor de imágenes que baila guaguancó

DanzonDanzon Tecnica Mixta

—¿Cómo fue tu Habana para un infante difunto?
—Mi abuela Juliana me dio herramientas para redefinirme y declararme en mi individualidad como persona. Me dio seguridad. En mi experiencia, mis dos abuelas han sido muy importantes. De ellas aprendí cosas esenciales que han marcado mi vida. Siempre he pensado que estoy listo para ser abuelo.

Fue mi abuela Juliana quien estimuló mi carácter, mis decisiones. Me ayudó a “volar” con mi imaginación. “¡Tú puedes, tú puedes, tú puedes!”… “¡Respira, respira, contrólate!”… Eso me decía cuando me daban crisis de asma.

Por su parte, mi abuela Ramona, que fue una mujer que sufrió muchas tragedias, constantemente hacía del vivir una danza, un baile. Era una mujer que se levantaba cantando y bailando, y de la misma manera se acostaba a dormir. A pesar de haber padecido tanto, jamás dejó de cantarle a la vida. Ramona me decía: “Mijo, cántale a la vida, porque de otro modo la vida puede ser muy jodida. Es dura, es terrible, y todo lo que te queda es voltearte y sonreírle.”

Mi abuela Ramona tenía esa chispa, esa pasión por vivir. En cambio, mi abuela Juliana, con la que vivía más el diario y estaba más apegado, se concentraba en las pequeñas cosas. De ella aprendí la grandeza y lo monumental de los pequeños detalles. Ella me enseñó a ser curioso, a cuestionar, a preguntar. Hizo que el pensamiento fuera un músculo muy poderoso para mí. Ahora me doy cuenta la diferencia que hizo. Quizás se dio cuenta que tenía “hambre”, que podía hacerlo, y ella lo estimuló todo el tiempo.

Mi abuela Juliana cocinaba muy rico. Cuando llegaba del colegio ella tenía un dulcecito, una golosina para mí, y me contaba historias. De ahí viene mi placer por contar historias. Como pretexto cuento historias dentro de un cuadro para meterme en un problema estético. Ese gusto por el suceso cotidiano: desde un mantel bonito como motivo para crear otra cosa. La mesa de mi abuela era muy bella. Quizás de ahí viene el gusto por la losa poblana, por la talavera, y que haga tantas cosas con ella.

En la medida en que vas creciendo, que dejas de ser un niño para despertar a la realidad del mundo de los adultos, empecé a encontrarle el otro valor, la otra cara de la moneda de las enseñanzas de mis abuelos. Aprendí cómo pararme y enfrentar las cosas. Aprendí a confrontar las cosas: cómo apreciarlas.

Aquella máquina Singer

Tengo varias frases que han sido constantes en mi vida: “Un hombre sin pasado es un hombre sin futuro”. “Si tú no sabes de dónde vienes, va a ser difícil definir en presente para dónde quieres ir”. “Soy contemporáneo sobre la base de una tradición”.

Crecí rodeado de tradiciones. Mi familia era un matriarcado. Mi abuela Juliana ponía las cosas en orden. Cuando se casa con mi abuelo, éste compra una máquina de coser Singer. Mi abuela había sido educada para ser un ama de casa exquisita: sabía cocinar, bordar, había estudiado en un colegio católico en La Habana para ser un modelo de esposa. Pero mi abuela decía: “soy católica, apostólica, romana y ‘chambelonera’, porque soy cubana”. (Risas).

A Juliana le encantaba el café. Era muy celosa con su café. Cuando mi abuelo compra la Singer, se la arman y le dice: “Mira, Juliana, aquí está la Singer, la mejor máquina de coser, bla-bla-bla…”. Entonces mi abuela le da un sorbo a su café, y le dice: “Genaro, si usted necesita compostura, contrate un sastre. Yo no coso para nadie”. (Risas). Te estoy hablando de 1937. Mi abuela volvió a coser el día que nací. Fue a verme al hospital. Vio que todo estaba bien, y dijo: “Él es especial”. Entonces sacó sus “agujitas” y se puso a tejer unas chambritas. (Risas).

Desconozco de dónde provenía esa pasión. Tenía muchos nietos. Y mi madre tuvo tres hijos más. Pero ella sembró en mí la pasión por vivir y por estar presente en el día a día. Mi abuela me dio estructura, me dio valores, me dio herramientas que me permitieron llegar a la vida adulta en temprano momento.

Mis dos abuelas fueron esenciales, pero hay mayor cúmulo de experiencias y anécdotas con Juliana, por haber vivido mi infancia con ella. Con ella comencé a percibir los diferentes matices que tiene la vida, a mirarla con diferentes prismas. Aprendí de todo: alegría, tristeza y violencia. Hay gente que me ha dicho: “No me gustan tus cuadros porque son muy felices”. ¡Soy un hombre feliz! No voy a hablar de algo que no soy. Otros me dicen: “Coño, tus cuadros son muy agresivos”. Bueno, a lo mejor tengo algo agresivo que decir. Otros dicen: “Oye, güey, esto es muy político”. En fin, ésa es la vida. Hay de todo. Y yo hablo de todo lo que he vivido.

 

Qué belleza…

Como cualquier otro niño en Cuba, nací y crecí escuchando música todo el día. A mis abuelas les fascinaban la música campesina y los ritmos tradicionales. Juliana prefería la música campesina. Mi padre escuchaba mucho a Benny Moré y a Ismael Rivera. Ya te podrás imaginar todo ese concierto diario. A todo esto hay que agregarle mi satisfacción al escuchar el bolero. No me quiero imaginar la sorpresa de los adultos alrededor de un niño tarareando y bailando boleros. Juliana siempre decía que era un espíritu viejo en un cuerpo niño.

Juliana me decía: “El dueño del barco eres tú. Haz que navegue”. Era una mujer inconforme con la educación oficial que se recibía en Cuba. El catecismo de odio que se impartía la irritaba. Su consejo era claro: “Ve a la escuela. Escúchalos, aprende, intégrate, pero mantén la riqueza que recibes aquí en tu casa, porque estás aprendiendo cosas que realmente vas a utilizar”.

Juliana me daba libros para leer la historia prohibida por el nuevo sistema. Con ella leí a Jose Martí por primera vez. Era un espíritu muy particular. Un día me dijo: “No importa que yo no pueda salir de este país. Estoy como en una prisión, pero mi mente y mi espíritu son libres. Nadie los puede apresar.” De ahí sale esta frase que comencé a decir ya estando en México : “Todo hombre nace libre, pero no todo hombre elige ser libre”.

—¿Ella qué estudió?
—Estudió artes y oficios. Estudió para ser un ama de casa perfecta.

—¿Dónde nació?
—En Pinar del Río. Ramona era de las Villas. En el centro del país.

—¿A los cuántos años muere?
—Juliana a los 78 años. Ramona a los 90.

—¿Mueren cuando ya estabas en México?
—En el caso de Ramona, sí. Es una pérdida importante que pude asimilar de manera diferente porque ya era un adulto con familia en México. En cambio la muerte de Juliana ocurre en un temprano momento de mi adolescencia. Viví su perdida de una manera diferente. Todavía la recuerdo con dolor y tristeza.

—¿Es la muerte que más te ha dolido en la vida?
—Es de las pérdidas que más he lamentado en mi vida. Todo se me fue al piso. Perdí la fe por vivir. No encontraba sosiego, y era un adolescente. No sentía la confianza para dialogar con alguien más. Me volví muy peleonero. También me refugié en la música. Siempre me gustó la rumba. De niño me escapaba al Cabildo de los Congos para ir a rumbear. Ya de adolescente comencé a visitar los barrios calientes de La Habana. Visitaba los barrios donde estaban los grandes músicos cubanos, los buenos “tumbadores”, los grandes bailadores de guaguancó. Es ahí, y en la pintura, donde me desahogo y encuentro sosiego por la pérdida de mi abuela.

—¿De qué barrios calientes me estás hablando?
—Del barrio de Belén, Los Sitios, Pogoloti, Cocosolo, San Leopoldo… Había una alta incidencia de delincuencia y gente que había pasado por las cárceles. En Cuba, en esos años, estar en desacuerdo con el régimen era infringir la ley, pero para sobrevivir había que infringirla, empezando por robar comida. Eran barrios en donde se vivía una filosofía de la calle. Habían muchos Pedro Navajas con estructuras y códigos sociales que se respetaban entre ellos. Como a mí me gustaba bailar rumba terminé colándome en esos barrios. Pensaban que era hijo o ahijado de alguien. Así comencé a tener amigos, familiaridad y hermandad en estos barrios. Y comencé a andar en ellos libremente.

Lee la segunda parte: Cuatro horas con Carlos Luna: El hombre que garabateaba paredes (Parte 2)

Carlos Luna
Marca a fuego. El “soundtrack” de la Habana que caminó y bailó el artista permanece en su memoria y también en forma transversal dentro de su obra.

Leave a comment

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *