Antes de las votaciones del 5 de junio, el país parecía una gran olla de mal humor fermentado a punto de explotar.

En el siglo XIX, una situación parecida habría dado lugar a una rebelión popular, seguida de un cuartelazo y el destierro del Presidente de la República.

Afortunadamente, México ha apostado desde hace dos décadas por la vía institucional para canalizar la inconformidad social.

La democracia no es un sistema perfecto. No lo es aquí ni en otra parte del mundo. Pero, como dice el lugar común, es lo menos malo que hay.

Por más que partidos, gobernantes y candidatos se habían hecho de oídos sordos ante la rabia que provocan su corrupción y su suficiencia, los electores dieron una muestra ejemplar de compromiso cívico, apostando por dejar su mensaje en las urnas y no grafiteado en una pared.

Buena lección para quienes ejercen irresponsablemente el poder, pero también para quienes alientan y celebran el radicalismo destructivo.

Unos y otros se toparon con la horma de su zapato: una ciudadanía que no se deja, pero que tampoco quiere incendiar su propia casa para manifestar su inconformidad.

Con su voto, la ciudadanía puso límites a lo que los políticos pueden hacer. Señaló claramente lo que no está dispuesta a tolerar.

Los perdedores del domingo, a menos de que sean muy indolentes o muy brutos, entendieron perfectamente el mensaje: no se puede gobernar de espaldas a la gente.

Ahora falta saber si los ganadores –principalmente los panistas– asumen ese recado como un cheque en blanco o como una carta compromiso. Estos últimos deben saber que la gente es cada vez más exigente y no tiene mucha paciencia con los malos resultados en la administración pública.

Los gobiernos pueden dorar la píldora en costosas campañas de comunicación, pero eso no quiere decir que los gobernados se la traguen.

Un partido puede ser encumbrado un día, y al siguiente encontrarse depositado en el bote de la basura. Quien está arriba debe saber que no cuesta mucho para que el electorado lo ponga abajo.

En el caso de Nuevo León, por ejemplo, la paciencia duró apenas un semestre. El primer gobernador independiente del país era un héroe hace un año y hoy está en vías de ser un apestado.

Por eso, quienes fueron elegidos el domingo para ser gobernadores tendrán que dar resultados inmediatos. La luna de miel con la ciudadanía será breve y tendrán que aprovecharla.

El Partido Acción Nacional hoy está en los cuernos de la Luna. Hace bien en festejar porque el suyo ha sido un gran triunfo, pero debe también entender que lo sucedido el domingo fue, sobre todo, resultado de un voto de castigo del que los panistas resultaron ser los beneficiarios.

En 2014 el PAN tuvo uno de esos peores años. Acababa de ser corrido de Los Pinos, pero muchos de sus militantes, que habían probado las mieles del poder, seguían embriagados.

La fiesta de los diputados panistas en Puerto Vallarta mostró la enorme distancia que el partido había tomado respecto de la ciudadanía.

A partir de ahí, el PAN entró en un proceso de renovación que no se ha completado. Se creó un órgano interno de lucha contra la corrupción al que aún le falta dar resultados. El riesgo de no hacerlo y creer que las votaciones del domingo son un borrón y cuenta nueva puede ser peligroso.

El PAN no tiene un control real sobre varios de los futuros gobernadores, particularmente los que ganaron en alianza con el PRD. Me da la impresión de que ni siquiera sabe mucho de ellos. Un mal trabajo por parte de esos mandatarios salpicará irremediablemente al PAN.

Dos años es un lapso enorme en política. La confianza del PAN puede no durar mucho. Asumir que lo ocurrido el domingo es un pase automático a la Presidencia puede ser un cálculo riesgoso.

Por lo pronto, debemos aplaudir como país que el mecanismo de control ciudadano que son las elecciones ha funcionado otra vez.

La alternancia en 17 de las últimas 29 elecciones de gobernador demuestra que partido que no cumple se va a su casa. Eso no zanja del todo la brecha entre políticos y ciudadanos, pero es un buen principio.

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