Hace seis años, panistas y perredistas se aliaron para enfrentar las elecciones de gobernador en varios estados del país.
En aquel entonces, el PRI temía tanto a tal estrategia que utilizó su peso en la Cámara de Diputados para presionar al entonces presidenteFelipe Calderón a fin de que no prosperara.
El PRI y el PAN-gobierno firmaron un pacto secreto en el que los priistas se comprometían a sacar adelante acuerdos legislativos a cambio de que panistas y perredistas no se coaligaran en las elecciones estatales.
Al final, el PAN optó por las alianzas con el PRD y eso provocó un acre intercambio de acusaciones entre los partidos en San Lázaro e incluso la renuncia a Acción Nacional del secretario de Gobernación, Fernando Gómez Mont.
En aquel tiempo los números electorales respaldaban ese proceder del PAN porque, junto con el PRD, ganó tres gubernaturas –entre ellas Puebla, que le interesaba especialmente– y estuvo a punto de ganar otras dos.
Hoy la situación es otra. Lo que reúne al PAN y al PRD en 2016 no es su fuerza sino su inseguridad, sobre todo la de los perredistas.
Para el PRD, la alianza es cosa de sobrevivencia. Salvo Tlaxcala, no hay uno solo de los estados que tendrán elecciones este domingo donde tenga posibilidades de ganar una gubernatura por sí mismo.
Lo que queda del PRD está herido de muerte por la división interna. El año pasado, una porción importante de sus votos fue a parar a los candidatos de Morena, que aparecía por primera vez en las boletas. Es muy posible que ese caso se repita en los comicios de este domingo.
El dirigente nacional perredista Agustín Basave tuvo que batallar con perredistas y panistas para sacar las alianzas.
Quiso lograr ocho y finalmente se tuvo que conformar con cinco: Veracruz, Oaxaca, Zacatecas, Durango y Quintana Roo.
En Puebla, Sinaloa, Tamaulipas, Chihuahua, Tlaxcala, Hidalgo y Aguascalientes, azules y amarillos fueron cada uno por su cuenta.
A diferencia de 2010, las alianzas no tienen arrastre ni dominan la discusión pública en torno de los comicios. Es verdad que en Veracruz, Oaxaca y Quintana Roo los candidatos aliancistas tienen posibilidades de ganar, pero bien podrían perder.
Y eso ha sido por dos factores, esencialmente: la consolidación de Morena, que se ha llevado una porción del voto opositor, y la ampliación del espectro aliancista del PRI, que en muchos estados ha jalado a su esfera al Partido del Trabajo y Nueva Alianza.
Es menos claro qué gana el PAN juntándose con el PRD, un partido claramente en vías de desplome.
Por supuesto, aspira a ganar Veracruz, pero si lo logra, será a un costo muy grande. En Oaxaca, va de simple compañero de viaje. Y en Quintana Roo, ambos partidos han prestado su registro al expriista Carlos Joaquín, algo similar a lo que sucedió en Sinaloa hace seis años.
El PAN ha mostrado mayor empuje este año en estados donde no va aliado con el PRD, como Aguascalientes, Tamaulipas, Tlaxcala y Chihuahua.
Ahí están, me parece, las señales para el futuro. Aun si la alianza saliera adelante en algunos estados, el apetito por repetir el experimento va a menguar.
No son, como en los años 90 –cuando se aliaron en San Luis Potosí, Tamaulipas, Nayarit y Durango– partidos de tamaño similar, que pueden negociar en condiciones parejas, ventajas para ambos. El momento de formar una concertación para la democracia, a la chilena, ya pasó.
El PAN tiene en su experiencia haber gobernado 12 años el país y no ha tenido una escisión como la que casi ha matado al PRD.
Hay voces en uno y otro partido que hablan de una nueva coalición, en la elección presidencial de 2018, pero yo no la veo, sobre todo porque no ha aparecido el candidato que la pudiera encabezar.
Entonces, estamos tal vez ante las últimas alianzas electorales de la izquierda y la derecha.
Me parece que, más allá de los resultados del domingo, el PAN estará mejor siendo fiel a sí mismo y valiéndose de sus propias fuerzas.
E igual el PRD, o lo que quede de él: tendrá más éxito quedándose en el espectro de la izquierda que tratando de mezclar el agua y el aceite.
Hay veces que uno más uno no son dos.