La loca de la familia

Por: Alejandra Gómez Macchia / @negramacchia

 

En la salud y en la enfermedad. Pero, ¿quién está sano?

Cada vez más personas se dan cuenta que el matrimonio es una institución disfuncional, antinatural. Caduca.

Te arrebata la autonomía, te quita tiempo, te hace perder la paciencia, la alegría y la locuacidad.

¿No en todos los casos?

Yo creo que sí. Simplemente hay quienes tienen un umbral del dolor más fuerte. Más tolerancia a la frustración.

Cuando uno se casa, en realidad no sabe bien a qué se mete. Ni con quien…

Por más que la parejita de novios haya durado una década y se conozcan “lo suficiente” como para embarcarse en un trasatlántico tan fantasmagórico, hay algo cierto: la intimidad ceba secretos que no se desvelan hasta que se convive 24 horas al día con la otra persona.

Conozco a muchas parejas que ya dejaron de serlo (que no se soportan, que no se hablan, que, por supuesto, no cogen) sin embargo, continúan su vida juntos como si fuera el cumplimiento de una pena. Esto es a lo que las leyes del patriarcado llama “cargar una cruz”.

En sociedades como la nuestra es casi una manda permanecer con un ser al que el tiempo y la insana convivencia cotidiana han hecho que desprecies, pero debido a la moral judeocristiana y a las costumbres confeccionadas en los juzgados, más vale aguantar vara que emprender la graciosa huida. Porque al hacerlo se echa mano de otro tipo de energías. Muchos gastos (si hay hijos) y ante todo, el inminente riesgo de padecer una venganza atroz que sólo puede ser pergeñada en la mente de alguien siniestro que te conoce de fondo y que, por añadidura, sabe qué es lo que más te provocaría un descalabro emocional. Ya ni decir económico.

Una de las actividades que puede “medio” salvarnos del tedio conyugal es dedicar nuestro tiempo a algún hobby: tocar un instrumento, leer, escribir, pintar, jugar futbol, echar una partida de baraja a la semana, salir a beber con los cuates.

No sé quién dijo que la televisión es la mejor manera para que una pareja pueda perdurar muchos años sin tener que dirigirse la palabra.

Okey, incluyo en la lista ver la tele.

En mi caso particular (una reincidente del matrimonio) he conseguido mantener a flote mis Titanics gracias a la lectura, la danza, la escritura, pero sobre todo la música.

El simple hecho de ir a comprar un disco me hace menos tortuosa la condena de lidiar con un energúmeno.

El momento de llegar a casa, quitar el celofán y poner el disco recién adquirido en la tornamesa o en el aparato reproductor de CD, bien vale el tránsito hacia el patíbulo.

Cierto es que hoy con pulsar un botón virtual puedes tener una gran colección de música ¡y hasta gratis! (si los bajas del Torrent), pero en el proceso de desalienación siempre es reconfortante dar un paseo previo, pasar los discos por tus manos, oler el celofán, pedir que te los prueben y llevártelos. Esto sin tomar en cuenta que al llegar a casa puedes darte el lujo de exigir un “time out” para oír, por lo menos una sola vez, el disco completo sin interrupciones.

Ahora que han vuelto a circular los LP es aún más maravillosa la experiencia.

¿Que se ha vuelto un lujo? Es verdad. ¿Que los discos no los venden en cualquier lado? También. ¿Que muchos de nosotros nos damos de topes por haber ninguneado las colecciones que dejaron los abuelos y los padres? Es un hecho.

Hoy en día tienes que decidir: o destinas un dinerillo para comprar vinilos o te haces de una botella de ginebra. Ambas son buenas opciones para evadirte de los gritos y las necedades de una pareja, aunque nada sería mejor que poder combinar ambas, es decir, que pudiéramos salir cada viernes a la tienda de discos, jalar dos o tres, y de regreso a casa detenernos en nuestra vinatería de confianza y llevarnos no una, sino un par de botellas. Con esto es seguro que la vida se vuelve menos pesada… o por lo menos el ruido y el alcohol nos otorgan esa ilusión.

En la salud y en la enfermedad. ¡Y hasta que la muerte nos separe! Y: “prometo cuidar el patrimonio”, y todas esas consignas que terminan por aplastarnos como cucarachas.

Lo que pasamos por alto es que en esa unión “eterna”, la salud nunca es la constante. Los casados vivimos enfermos. Enfermos de dependencia, de neurosis, de aprehensión, de hastío, de tiricia. De los ovarios, de colitis, de la próstata, de vértigo.

Ayer (a propósito de tablas de salvación mentales) me lancé a un mercado de antigüedades para comprar acetatos.

Mi dealer me llevó a una bodega a la que sólo lleva a sus clientes consentidos (los loquitos compulsivos como yo que pueden pasar medio día pasando discos llenos de polvo y hongos).

Mientras escogía mi selección de la semana, el ruco me contó toda clase de historias sobre cómo se ha ido haciendo de su stock.

Pasaba los discos. Me trepaba a una escalerita. El dealer me veía el culo. Seguía hablando.

De pronto me empecé a topar con discos muy conocidos. Una coincidencia siniestra, ya que hacía quince años desaparecieron los de mi casa.

Imaginé que esos discos que acabé comprando eran los mismos que alguna vez sonaron en la Stromberg Carlson de la casa.

No aguanté la curiosidad y le pregunté:

—Estos que escogí, ¿en dónde los consiguió?

—Huy, amiga, pues ya no me acuerdo. Unos los he comprado en bazares, en El Chopo… Otros me los traen de México. Otros son de gente que me los ha encargado y nunca regresan. Algunos eran míos (yo tengo veinte cajas llenas).

—Ah… es que ahorita que estaba pasando las cajas, que veía las portadas, me recordó la vieja colección de mi jefe.

—Suele pasar. Igual y acá andan algunos. Como quien dice, vienes a pagar el rescate de tus propios discos (risas).

No me hizo gracia. Ninguna gracia. Bajé de la escalerilla y le pedí mi cuenta. Empezó el regateo (el muy ladino me quería dar al mismo precio un LP de Los Ángeles Negros que el Blue de Joni Mitchell).

Me senté y de la nada empezó:

—¿Sabes que las mejores colecciones de jazz y de rock han llegado a mí por venganza?

Me explicó que en muchas ocasiones aparecen en su puesto señoras furibundas que llegan a ofrecerle, por precios ridículos, cajas enteras de discos importados y bien cuidados.

—Las doñas caen súper misteriosas, como si fueran a venderme un kilo de coca. Me dicen: “tengo algo que te interesa. No sé cuánto valga el paquete, pero no quiero tenerlo ya en mi casa. Son los discos del pendejo de mi marido”.

Aprovechan que el incauto anda de briago, o está en la cárcel o de viaje (o de viejas) y sacan sus colecciones. Una vez vino una señora muy guapa. Me dijo que había encerrado a su marido en una granja de AA, y que al no estar trabajando, pues le faltaba dinero. Ella no trabajaba ni pensaba hacerlo. Me dijo que fuera a su casa por las cajas y que escogiera. Llegué y tenía ya vacío el mueble en donde habían estado los discos durante años. “Ahí voy a poner un bonito sofá”, añadió.

Me asomé a las cajas. ¡Era una joya de colección! ¿Cuánto me das?, preguntó. Y pus’… es mi negocio. Sabía que a eso le podía sacar una lanota. Le di 5 mil varos por todo. ¿Sabes cuánto le saqué? ¡Huy!, lo cuádruple. O más.

Ella se quedó muy a gusto. Es más, me agradeció que me llevara ese “foco de infección” de su casa. Hasta me regaló unos pósteres de Bob Dylan que también eran del marido. Sacó una chela para que me la tomara durante la transacción. ¿Y qué crees que pasó después? A los tres meses me cae un tipo en el puesto. Estaba enfurecido, pálido. Era el pobrecito marido.

Me contó lo de la rehabilitación. Que había estado cabrona y que lo único que quería era llegar a su casa para encerrarse a oír música. “¿Y cuál música?, dijo, si esta pinche vieja te vendió todos mis discos. ¡Te los regaló la muy puta!”.

Total que el pobre compa volvió a chupar de la impresión, y cuando llegó al puesto me ofreció lo doble por su colección.

¿Crees que todavía tenía algo? Pues la neta sí. Me quedé con lo mejor de lo mejor, pero eso no se lo dije, obvio.

Se fue tristísimo. ¡Imagínate! ¡Era la colección de su vida!

Me vas a perdonar, pero, ¡pinches viejas culeras! Si a mí me hiciera eso mi mujer, la mato.

Pagué los discos o el probable “rescate” de los discos de mi papá.

Y es que saliendo de la bodega recordé con muchísimo coraje que lo mismo sucedió con la colección de mi papá: una tarde que se fue de farra, mi mamá empacó todos sus discos ¡y ni siquiera los vendió! Se los regaló a un carpintero al que le decían El imbañable.

 

En la enfermedad, hasta que la muerte (de la tele) los separe

El delgado hilo que sostenía la relación de mis padres terminó por romperse ese día.

Pero no se separaron, ¡qué va!

Les quedó la televisión.

Hoy sólo se hablan para decirse el uno al otro: “¿Me pasas el control?”

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