Tres plumas presentan un homenaje para decir adiós a Rodolfo Rodríguez, El Pana, quien culminó a los 64 años de edad una vida de luces en el ruedo; al hospital se llevó los olé y, ya en el féretro, el brujo de Apizaco no dejó de esparcir un hechizo que perdurará en la historia de la fiesta brava
Texto y Fotos : Miguel Ángel Andrade
¿Cómo despedir a un torero romántico en el siglo XXI? Anacrónico le llamaban aquellos cuya ceguera les impedía entender que la pasión de El Pana iba más allá de las edades y las épocas. De origen humilde, Rodolfo Rodríguez se inventó un personaje para dejar atrás el temor y la vergüenza de la pobreza y encarar el toreo con pasión y orgullo.
Se ha ido uno de los toreros más heterodoxos de la historia. José F. Hernández escribió que El Pana había empezado a morir desde que la época dejó atrás el romanticismo de la fiesta brava y la tecnología se apoderó para siempre de los espectáculos. Y tenía razón, a cada rato escuchábamos que Rodolfo Rodríguez siempre quiso morir en el ruedo, como Manolete. Si no logró su sueño, al menos se le concedió morir a causa de una embestida.
La tarde del 1 de mayo el tlaxcalteca sufrió una aparatosa caída luego de un embate de Pan francés, estuvo en estado de gravedad varios días hasta que le diagnosticaron tetraplejia. Pasó más de un mes en un hospital de Guadalajara hasta que se abandonó definitivamente al sueño de la muerte.
El Pana era conocido por su espíritu bohemio y su acendrado romanticismo; máscara de sí mismo, se erigió como un quijote de percal y oro, arremetió contra los molinos del autoritarismo y del prejuicio y dio rienda suelta a su voluntad contestataria. Rebelde incansable, no cedió nunca al deseo del cuerpo de retirarse a cómodos aposentos, antes que eso prefirió morir como vivió: en el ruedo.
Luego de una fatal caída que lo privó de su cuerpo, pasó más de un mes clavado en la cama de un hospital hasta que la muerte ganó la batalla y falleció el 2 de junio en Guadalajara. Su cuerpo fue trasladado hasta Apizaco, su ciudad natal, donde fue velado.
El sábado 4 de junio una muchedumbre se dio cita en El Coloso para despedir a uno de los grandes de la fiesta brava. En la plaza de Apizaco que lleva su nombre se celebró una misa de cuerpo presente con cientos de personas. La guardia se turnaba a cada rato, hombres de rostro desencajado permanecían inmóviles, acompañando la última corrida de El Brujo.

Al terminar la ceremonia los seguidores alzaron el féretro y dieron dos vueltas al ruedo, el cortejo fue vitoreado con estrepitosa emoción. A pesar del embate de la lluvia, el cielo abrió sus puertas y un destello iluminó la plaza en su totalidad. El Pana, una vez más, la última vez, era arrastrado en hombros por su plaza. Flores y flores caían sobre el ataúd inmutable, lágrimas y lamentos, gritos de júbilo y devoción, claveles y silencios ante el paso de la muerte. No hubo tramo que no conociera aplausos y vítores.
En la última vuelta la afición se desbordó ante la caja, que fue colocada en una calesa negra. "¡To-re-ro, to-re-ro!”, repetía la muchedumbre conmovida. "¡Viva el El Pana! ¡Viva El Brujo de Apizaco!", no paraba de gritar la gente que acompañaba el cortejo.
Los hombres aplaudían y agachaban la mirada para despedir al matador, las mujeres derramaban lágrimas involuntarias, los niños no paraban de gritar. La carroza avanzaba despacio y se detenía ante las reverencias de quienes habían salido a despedirlo.

De pronto, ya camino a la funeraria, como un tropel inesperado, se escuchó el largo lamento de una locomotora. El tren 422 detuvo su paso para despedir con fanfarrias a El Brujo de Apizaco. El trayecto final de El Pana nunca conoció el silencio.
Ya en la capilla, los acompañantes manifestaron su amor y gratitud a El Pana que, silencioso y sonriente, escuchaba los testimonios al otro lado de la tarde. Más de 20 personas hablaron ante los restos del matador. Su mozo de espadas, Calafia, dio un breve adiós a quien reconociera como su padre taurino.
Un torerillo llamado Cozumel cerró el velatorio con un largo poema: “Torero, marcas al tiempo. Que un tiempo no te marque, sigue siempre al arte, porque de tiempo en tiempo, seguirás parando el tiempo por ser inenarrable.” Afuera, el cielo tejía, entre la lluvia y el volcán, un arcoíris que nos dejaba la certeza que la Providencia despedía con vivas el último paseíllo de El Brujo de Apizaco.
La dualidad romántica de un inspirado
Por Arturo Ordorika
El toro que levantó por los aires al torerísimo Brujo de Apizaco dejó caer al suelo a Rodolfo Rodríguez, el hombre sexagenario que mordía el polvo en busca de la gloria, dándolo todo por una tarde más, una oportunidad más para vestirse de luces.
Pero algo aún más profundo lo animaba, el deseo de encarnar al legendario espíritu valiente, al influjo espectral de su heroísmo, el aliento del duende gitano, a El Pana.

Por eso, cuando tocó el suelo ya sólo iba el hombre, el audaz, el genial que supo inspirarse en un símbolo sobrehumano: su imaginación desbordada, su pecho abierto a la fortuna a cambio de un beso de su boca. Así se fue desvaneciendo de este mundo, en un lento hospital de tierra ajena, pagando con todas sus células el precio de la leyenda.
Cayó el amigo, hijo, maestro, amante, persona, al mundo de los vivos, mientras su torero partía plaza ahí en el ruedo de la eternidad, donde los toros no son mansos y las faenas son lunáticas, como nos lo contó él hacía tiempo, cuando grabamos un documental que nos abrió las puertas a su guarida del mundo, su casa de torero, lugar donde Rodolfo amasaba los poderes fantásticos del conjuro de su nombre de luz de plata, El Pana, el artista, escribiendo y cantando, y pensando quizás en su muerte y su vida, como cualquiera, pero a diferencia de tantos, poniéndose ahí, donde el toro se escucha respirar, el ojo de la tormenta donde solía abandonarse. La zona de la vida donde nace el agua de la épica.

Estilo irrepetible, nombre que no alcanza a contener los matices, Rodolfo Rodríguez El Pana, el niño que llegó a usar un cráneo como pelota de futbol, el hijo del judicial que desafió su entorno para soltar su hechizo en el mundo bravo, el misterio encarnado de la sugestión imaginativa.
Así te despido, elegante árbol de la prestidigitación taurina, hombre hecho de simples huesos que, armonizados por su genio, hacen sonar el tinglado del olvido para convertirlo en el eco irrepetible de un torero de otros tiempos, en un emisario del pasado.

De torero, sepulturero y loco, tenemos un Pana
Por Marcuan
Al maestro Pana:
Del toro matado en Portugal, del gitano romaní, del blanco y negro cuando te acechaba el alcoholismo, de tus encarcelamientos, de tus robos, de las calesas a los autos deportivos, de tu evocación de la legua, de tu clavel en la solapa, tus chistes en el ruedo, ¿cuántos toreros tienen plazas con su nombre?

De mi fanática infancia hacia tus desdenes, hasta nuestra amistad tardía, de tu forma acompasada de arar el ruedo, tu puro, tu coleta a la antigua, tus espantosos ternos bordados invariablemente en plata o tu paliacate, de todo esto he decidido quedarme con el torero, con el héroe y no con el personaje, es decir, me quedo con el trincherazo a Rey mago, el primer par de Calafias, el lance de la Veleta y cuando entraste a matar acompañado de una espada nada más. “Olé y venga el arte”, decías.
Descansa en paz, si es que sabes de eso, Brujo.

