Me gusta más la vida en la literatura, que la vida en la realidad. En las palabras, la percibo más cerca, más honda y ante los hechos –que son palabras– veo allí un juego especular, que al mismo tiempo me aleja de esa cercanía que sólo las palabras pueden dar. Stevenson dijo que “un personaje de novela es apenas una sucesión de palabras”. Sé perfectamente que no estoy ahí, en los hechos y se hace a un lado mi intención de intervenir. Me gusta esa situación de espectador que puedo repetir; por ejemplo, siempre que leo Hamlet, pienso en lo que Hamlet no hizo a tiempo, o en lo que a tiempo no debió de haber hecho y sobre eso reflexiono más. Me comprometo con sus hechos y me ayuda a entenderlo. Con ello estoy comprendiendo un poco más al hombre y comprendo cómo las esquirlas del poder llegan hasta los confines más recónditos de una sociedad huérfana. Me gusta ser espectador de la vida en las obras que leo, he leído y releeré incansablemente.
En la realidad, las personas, los hechos, las tragedias, las coronaciones, los triunfos y derrotas, son irrebatibles y más que verlos de cerca, llevar mi atención allí y ver que aquello todavía no se vuelve palabras, hace que me aleje de su profusión de signos. Prefiero escribir sobre ellos y reimaginarlos, porque siempre que los he visto de cerca, me sucede que quiero intervenir, cuando sé de facto que no es posible, o porque no debo o porque mi intervención, me convertiría en un miembro más de esa historia y no quiero ser parte de la realidad, si no es narrándola.
Hace mucho que he creído que la vida (real) es hermosa, pero sin la literatura –que ha sido parte de mi vida–, nunca hubiera proferido tal aseveración. La vida, sin la más grande de mis pasiones, no valdría la pena, y haberla descubierto, es lo que le dio sentido a mis deseos de seguir en este mundo, aunque la misma literatura, muchas veces también me advierte, que vivir no vale la pena. La vida es hermosa para mí, porque leo y escribo. En la realidad, ocurre la belleza in situ y es fugaz; se acaba, se pierde, se queda lejos y muchas veces se hunde en el olvido como algo que nunca se vivió y muchas veces queda sellada, pero irrepetible; acaso quede una enseñanza remota o nada. La realidad con sus caudales, se lee de frente con los sentidos y no hay una vidriera que la pueda hacer aún más hermosa y a un tiempo distanciarla más. Es cuando pienso que debí haber cambiado la sentencia de “la vida es hermosa”, por “la vida (en la literatura y la poesía) es hermosa”, punto. Y al cambiarla, estaría convencido que prefiero dejar mi vida en una biblioteca y en mi mesa de escribir, que abrir la puerta y echarme al incomprensible océano de la realidad tan desnuda, que al tocarla, siento pudor y en ocasiones, miedo y en otras, asco.
Un amigo durante una conversación nocturna, de esas donde todo puede ser nuestro y donde la embriaguez, suelta sus brazos poderosos, ante mi aseveración de “me gusta más la vida en la literatura”, me preguntó, no sin antes tratarme de necio, exagerado, errático y pedante, que entonces para qué salía a sus mares de fierro, como también los llamé:
–Salgo a comer y a beber agua –le respondí con una divertida ironía.
–Acciones parasitarias, son las tuyas –me dijo, también con otra alegre sorna.
La discusión aquella, era producto del asco que había manifestado con mi amigo, en la conversación previa, en la que hablábamos de la torpeza y perversidad del presidente de México y mi desapego a los nuevos y decepcionantes gánsters de la izquierda mexicana. Hablábamos sobre la realidad social, económica y política de estos días en México y en el ámbito internacional, de los asesinos hablábamos, de los traidores y demás monstruos del poder. Y de pronto creí que eso era lo sobresaliente de la realidad, una realidad, donde la vida a cada hora, es más estrecha para la mayoría de la gente de la ciudad donde habitamos. Sin orgullo alguno, me sentí parte de esta miseria que supura en nuestro presente mexicano. Y es cierto que muchos no lo notan, pero el fenómeno de la sobrepoblación, por ejemplo, ante un mundo cada vez más individualista y de menos creencia en lo colectivo, nos ha amontonado hasta ideológicamente. Hemos crecido en cantidad de una manera descomunal por natalidad y migración principalmente y la dominación de las masas, apunta más a la vida individual, aunque aquí la paradoja también es descomunal; en un mundo donde se necesita que con la fuerza colectiva, la sociedad se desarrolle para una vida mejor, el individualismo triunfa como el espejismo perfecto y los intentos de agrupamiento, se fermentan y pierden valor y fuerza en sí mismos y como hiedra, les crecen líderes que piensan en sí mismos y los dominan. Por eso creo que la vida, en lo que se llama realidad, ha dejado de gustarme profundamente. Y la prefiero en la literatura. Aunque diría mi amigo, “la literatura son pinches libros”. Y allí difiero. La literatura es como la realidad y también se puede habitar, y si no se le da valor, es por que muchos lo ignoran. Borges dijo: la literatura no es menos real que lo que se llama la realidad. Y yo creo que no tiene menos importancia vivir en sus territorios y ciudades como un verbo más, que lo que importe vivir como peregrino en estos territorios de la realidad impúdica, donde la hermosura de la vida, ya es imposible. º
