Poco antes de que la tiradora con arco mexicana Aída Román Arroyo quedara eliminada ayer de la competencia individual en los Juegos Olímpicos de Río de Janeiro, vi, por casualidad, una entrevista en televisión con la exvelocista Shirley Strong.

La atleta británica retirada hablaba sobre el dolor que aún le causaba haber sido derrotada en la final de los cien metros con vallas por la estadunidense Benita Fitzgerald-Brown en los Juegos Olímpicos de 1984, celebrados en Los Ángeles.

Aquella vez Strong ganó la medalla de plata, pero se quedó a cuatro centésimas de ganar.

Convertida ya en “una persona normal, con un trabajo normal”, Strong relató cómo tuvo que darse unos minutos para llorar en la pista, finalizada la carrera, antes de enfrentar a los medios.

Aún hoy, más de 30 años después, aceptó sin regateos que el recuerdo de aquella derrota le provoca un golpe en el estómago. “Se me retuercen las entrañas al pensar que pudo ser mío el oro”, dijo, mientras mostraba su medalla a la cámara.

Eso –pensé en ese momento– significa ser un deportista de alto rendimiento. Éste debe estallar en júbilo ante la victoria, pero enojarse consigo mismo en la derrota. A Shirley Strong no la escuché decir algo así como “estoy tranquila porque hice mi mejor esfuerzo”.

Minutos después, las redes sociales comenzaron a reproducir las inentendibles declaraciones de Román tras ser eliminada en la prueba individual, unas cuantas horas después de sufrir la misma suerte en la competencia por equipos.

Tres días antes, Román había culpado a Eolo –el equivalente griego del dios mexica Ehécatl– por sus malos resultados en la ronda de calificación.

El viento, dijo, le había hecho una trastada. Curiosamente, no se la hizo a todas sus rivales.

Y el viento siguió ensañándose con ella, en la prueba por equipos y en la individual.

Finalmente, exasperada por las preguntas de los periodistas, alegó que no tenía por qué sentirse mal por su actuación porque “yo soy Aída Román y no le debo nada a nadie”.

La medallista de plata en Londres 2012 se olvidó que ningún éxito es completamente individual. Que en él siempre tiene un papel la familia, los amigos, los entrenadores, los coequiperos, los patrocinadores y hasta los aficionados.

No sé si estaba enojada consigo misma, pero decidió echarle la culpa de su eliminación a todos los demás y a todas las adversidades que supuestamente enfrentó. Cree haber sido víctima de las circunstancias.

Durante el resto del día tuve la oportunidad de escuchar las declaraciones de otros mexicanos que quedaron fuera de los Juegos Olímpicos.

Parecía como si algún agente de relaciones públicas les hubiera dictado la misma respuesta: “Estoy contento(a), pues hice mi mejor esfuerzo y pude venir a los Juegos Olímpicos con mi familia”.

Me dio la impresión de que a esta delegación mexicana le falta fuego en las entrañas.

Yo sé que muchos comentaristas y aficionados se ensañarán con las autoridades por la falta de resultados. Dirán que no hubo apoyos ni recursos. En parte, eso es lo que pasó.

Pero falta el otro lado de la historia. La ausencia de un espíritu competitivo, de ese arrojo indispensable para ganar y que obliga a hacer más que “el mejor esfuerzo”. Algunos le llaman tener pundonor.

Algo así como lo que hizo llorar al tenista serbio Novak Djokovic –ganador de una docena de torneos individuales de Grand Slam– luego de ser eliminado en Río de Janeiro por el argentino Juan Martín del Potro.

 

BUSCAPIÉS

En octubre de 1999, lluvias semejantes a las ocasionadas el pasado fin de semana por la tormenta tropical Earl dejaron 200 muertos en la Sierra Norte del estado de Puebla.

Al momento de escribir estas líneas, iba medio centenar de fallecidos y contando.

Parece que no se han aprendido las lecciones básicas, como las de poner orden en los asentamientos irregulares en sitios peligrosos y detener la tala –clandestina o no– que propicia el reblandecimiento de los suelos y provoca los deslaves y desgajamientos.

Por supuesto, las tormentas son inevitables, y serán más frecuentes con el calentamiento global, pero cruzarse de brazos ante los daños que ocasionan estos fenómenos no sólo es indolente sino también criminal.

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