La tierra de Xaltepec, en Huauchinango, no resistió la constante lluvia y sucumbió sobre sus pobladores; muertos, desaparecidos y pérdidas materiales son parte de la escena

 

Por Guadalupe Juárez

 

Xaltepec, Huauchinango.- Las casas se volvieron lodo. Las habitaciones no tienen forma. Familias desintegradas, incompletas, sin vida. Sobrevivientes que perdieron todo, que sólo piden ayuda para salvar lo poco que queda. Su ropa. Su lavadora. Su gato. El perro. Una cobija.

“Ya había llovido, pero nunca había pasado esto. Nunca nos imaginamos que el lodo se llevara todo, hasta vidas”, señala Crispín Castro, quien hunde sus botas de nylon entre los escombros haciendo el recuento de lo perdido.

En la mente lleva los 11 muertos y los dos desaparecidos, uno de ellos un bebé de año y medio, de quien ni siquiera conocen su nombre. Sólo saben que murió con otros tres integrantes de la familia Orozco. Gente dedicada al campo. Trabajadores. Así los describen.

Los Pérez, una familia de ocho personas que no tuvo oportunidad de escapar.

“Ellos decían que nada les pasaba. Nunca imaginamos que se fuera a desgarrar el cerro. Era algo imposible”, dice Jerónimo Reyes, habitante que espera salvar algunas de sus pertenencias.

El tío de los Pérez vaga entre los escombros como si de un fantasma se tratara. “Ya no quiero contar más. Nosotros necesitamos ayuda antes, para salvarlos. Ya no voy a contar más”, repite. Su voz es un hilo.

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El sonido de la tierra ahogó los gritos en medio de la noche. Es la una de la mañana, domingo 7 de agosto.

Sólo la lluvia, la tierra retumbando y el crujir de los autos destruidos los alertaron de la tragedia. Caminar entre la penumbra es la única opción, la oscuridad es más segura que las calles –que ya no existen– y las casas destruidas.

Los refugiados llegaron hasta Palpatlatla, una comunidad a cinco minutos de Xaltepec, donde el agua brotaba entre los cerros y arrasaba con los muebles de las casas.

Las calles siguen inundadas. Algunos vuelven, por ropa, pese a que hay partes de la carretera desgajada.

Es –afirman– la tragedia más grande que les ha tocado ver en Huauchinango.

AGENCIA EFE
AGENCIA EFE
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No hay carretera en donde no se observen árboles caídos, cordones de seguridad amarillos y rojos.

Impera el tráfico y confusión entre quienes se dirigen a otros destinos distintos al Pueblo Mágico.

Camionetas del DIF estatal, del Ejército, de la Policía Estatal y de la Municipal circulan a gran velocidad para rescatar a quienes lo necesiten. Los automovilistas dejan pasar a las sirenas.

JOSÉ CASTAÑARES/AGENCIA ES IMAGEN
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“Hay un hombre arriba del cerro. Tiene epilepsia, y 60 años de edad. Lo abandonaron, no les importa que se muera solo y nadie quiere subir por él”, relata un hombre que vio los cuerpos de una familia completa enterrada por los escombros y que pide un automóvil para subir por el anciano, aunque no sepa su nombre.foto5

Pero la mayoría está concentrada en salvar a sus animales; entre gallinas, pollos y perros nadie sabe del adulto mayor, o nadie se arriesga a volver cerca del cerro desgajado.

También hay mascotas que se quedaron sin familia. Un perro con manchas mueve la cola a reporteros, fotógrafos y personas desalojadas. En ninguno encuentra la cara de Lydia, o de Evelyn, Toño, Myriam, o Daniel. Ellos fallecieron, él sobrevivió.

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JOSÉ CASTAÑARES/AGENCIA ES IMAGEN
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Entre la tierra mojada hay una carretilla, cubetas, ropa, basura, juguetes.

Crispín Castro cuida de su casa inundada. Las camas están deshechas.

El hogar que ocupó desde hace 45 años está destruido pero su familia a salvo: “Se nos fue todo lo que hemos comprado, fruto de nuestro trabajo, pero mis niños y mi mujer viven. Hay familias completas que murieron”.foto6

En una casa con estructuras sólidas, ocho personas velan dos cuerpos, prefieren no decir palabras ni a quién lloran. Sus oraciones son interrumpidas por estruendos amenazantes de que la pesadilla ocurrida el domingo continúe.

Militares buscan con rostros impávidos en los escombros. ¿Qué? No lo dicen, pero los vecinos lo saben: es el niño de año y medio de edad.

JOSÉ CASTAÑARES/AGENCIA ES IMAGEN
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Las familias de comunidades cercanas se resguardan en los refugios, bajan del cerro a pie, en burro, o en una camioneta de extraños.

Los rostros son distintos.

Atrás quedan el llanto y la impotencia.

Ya en la escuela primaria de la comunidad –cuyo nombre está cubierto por mantas y cartulinas con la leyenda de refugio–, la calma llega, hay un techo.

Una lona en el patio y cientos de mantas al interior sirven de albergue temporal.

Las mujeres, mientras cuidan de sus hijos, esperan preocupadas a sus maridos que se quedaron a cuidar los restos de sus viviendas.

Los pequeños ríen y juegan, piden un vaso de café.

Nunca habían vivido algo parecido.

 

CARLOS ANZURES
CARLOS ANZURES

 

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