Por Mario Galeana
Nunca me gustó Juan Gabriel. Supe, hasta hace dos días, que su nombre real era Alberto Aguilera Valadez. No. Nunca me gustó Juan Gabriel. Hay un riesgo para quien escribe (o suelta en la sobremesa) de manera pública que no apreció ni fumó ni consideró la obra de un artista que acaba de morir. Sucede con los escritores más encumbrados. Sucede con los músicos más encumbrados. Sucede con cualquiera que haya alcanzado el cenit de su carrera, para luego morir. Como todos, pero sin el éxito. Por eso hay un riesgo. Y, por eso mismo, a cada nueva noticia de muerte surgen fanáticos asiduos, donde antes no había ni el mínimo resquicio de gusto por la obra del artista muerto.
Nunca me gustó Juan Gabriel. El último recuerdo que tengo de él data de hace un mes. Visité a un par de amigos en la Ciudad de México y, desde mediodía, en la televisión se transmitió maratónicamente una serie sobre su vida. De dos de la tarde a 12 de la madrugada, a causa de mi amiga Lorena, en la pantalla no se vio otra cosa que la historia de una mujer a la que todo, absolutamente todo, le salía mal. Era una actriz. Era la madre de Juan Gabriel. Ni siquiera Schopenhauer concebiría tanto dolor. Me dieron náuseas sólo pensar –como sugería la serie– que la vida no era más que un fango pantanoso donde todo siempre ocurre exactamente distinto a la forma en que lo idealizas, porque pese a que la felicidad dura acaso cinco minutos, como todo el mundo sabe, las cosas no siempre son tan malas. Desconozco si toda la serie tenía el mismo tono, pero al menos la docena de capítulos que vi, sí.
Nunca me gustó Juan Gabriel. Su música era, para mí, requisito inevitable en las fiestas familiares y ajenas porque toda mi infancia viví en una casa que colindaba con un salón de fiestas en Tehuacán donde, cada noche de viernes y sábado, las ventanas de mi cuarto vibraban, a punto del quiebre, mientras la voz gangosa de algún cantante local intentaba replicar el incesante Amor eterno, coro de graduaciones, festivales del 10 de mayo, borracheras, bautizos, comuniones, etcétera. A veces era necesario llamar a la policía del municipio para que los organizadores de la fiesta disminuyeran el volumen de la música. Jamás lo hacían.
Y sin embargo.
Un par de días atrás, cuando supe sobre su muerte, abrí Facebook y mi timeline, como ocurrió con la del lector, seguramente, era un continuo devenir de fotografías, canciones, chistes y posts sobre él. Ayer leí, por primera vez, el ensayo que Carlos Monsiváis escribió sobre Juan Gabriel. “¡Ay sí tú! Las aportaciones del morbo afianzan la singularidad, y Juan Gabriel se instala sin declaraciones ingeniosas o audaces, sin concederle atención a bromas y rumores, sin el apoyo mitológico de la Bohemia o de la Parranda o del culto a la Autodestrucción. Él es un Ídolo Real que desplaza fantasías producidas en serie”, dice en un fragmento.
¿Quién –pensé– fue Juan Gabriel como para ser descifrado por Carlos Monsiváis?
En internet cabe todo y una cosa llevó a la otra. Supe de la infancia triste. Supe del veto a Televisa. Supe de lo irrealizable que era para cualquier homosexual llegar a cumplir cualquier cosa en el México de los años 70. Y luego, la presentación en Bellas Artes, dos décadas más tarde, a la que Monsiváis calificó en una crónica como el “Acontecimiento del Año”. Así, con mayúsculas. Pero ¿por qué? Para alguien nacido en la década de los años 90, como yo, es difícil imaginar los surcos de la homofobia de aquellos años, aun con nuestras estridentes y anacrónicas discusiones sobre el matrimonio igualitario. El año de 1990 no es muy distinto al 2016, como tampoco lo será el 2030 o el 2100.
La respuesta, entendí, no está sino dentro de uno mismo. Porque, guste o no, todos, absolutamente todos, podríamos ser capaces de identificar la voz de Juan Gabriel en mitad de cualquier barullo. Porque, guste o no, todos podríamos ser capaces de seguir aquella voz, de intentar imitarla. Juan Gabriel nos sitió en nuestra propia piel, parafraseando a Gorostiza.
Mi familia paterna, es decir, las hermanas y los hermanos de mi padre, que nació y ha vivido casi toda su vida en el puerto de Acapulco, guardaban una suerte de guerra no declarada con la familia que habitaba frente a su casa. Cada navidad o año nuevo, ambas viviendas –enormes, según las recuerdo bajo mis ojos de niño– retumbaban con la música de Juan Gabriel hasta que algún bando cedía, ya bajo la mañana del día siguiente; a veces, incluso, hasta la tarde. Los niños corríamos en las calles soltando cohetes, pisando mangos negruzcos, desflorados, que caían de un árbol cercano y rodaban por una pendiente. El paso se llenaba de pólvora, olor a fruta y música de Juan Gabriel. Entrar a la casa paterna era ver a mis tías y a mi padre bebiendo, cantando hasta las lágrimas, sollozando –otra vez– Amor eterno, recordando a sus propios padres: los abuelos que murieron el mismo año en que yo nací. La muerte y los jirones del pasado son livianos, y uno nunca termina de entenderlos del todo.
Nunca me gustó Juan Gabriel. Pero ahora descubro en Youtube sus presentaciones como cualquier topo fanático que relee una y otra vez la biblia con una suerte de éxtasis pudorosa y, hasta entonces, oculta. Hay una mística distinta en Juan Gabriel. La vio Monsiváis y escribió sobre ella. La vieron mis tías y lloraron con ella. Dije que el último recuerdo que tengo de Juan Gabriel data de hace un mes, pero mentí. Porque no se puede recordar algo que, irremediablemente, no se ha ido más allá de los ojos y el corazón.