Por Alejandra Gómez Macchia

 

I

Las noticias viajan rápido. Sobre todo las malas noticias, viajan en un tren más rápido que el tren bala. Y este tren hoy tiene el nombre de un viejo bar conocido por todos. Este tren se llamaba “El Noa Noa”.

A las cuatro de la tarde ya era trending topic en Twitter.

En Facebook todo es más lento, porque es más cálido. Pero el tren, llegó. Retrasado, pero llegó.

 

II

Te avisan por teléfono que tu abuelo murió. Te mandan un mensaje de texto diciéndote que tu compadre murió. Tu tía toca a la puerta, y te informa: tu primo murió. O el vecino, con el que mejor te llevabas, y que siempre estaba ahí, murió. Tu tío favorito murió de un infarto. Tu mejor amigo o tu mejor amiga, murieron en un choque.

Noticias que son un mazazo en el cráneo. Un yunque que cae sobre tu cabeza y te deja idiota por unos minutos. No lo crees. Tu amigo, tu abuelo, tu tío favorito… ¡Puta madre! ¿Por qué?

 

III

En este mundo existen pocas cosas (y razones) que nos uniforman: la enfermedad que precede a la muerte es una de ellas. En ese estado todos somos igual de vulnerables.

Cuando un tío o una abuela o un compadre del alma sale con los pies por delante, un fragmento de nuestra vida se va con ellos. Hasta cierto punto.

Los muertos no hablan, pero hay muertos que sí hacen ruido.

 

IV

Cancún, como en cualquier casa u hotel u oficina o taxi o carnicería. A la puerta toca el mismo espectro. En todas las puertas y por todas la ventanas se oye el rumor. Juan Gabriel está muerto.

 

V

Fans, no fans, detractores, haters, homofóbicos…

En suntuosas salas de Interlomas y en un cuartucho del Bordo de Xochiaca se siente el mismo golpe. Y de pronto no sabes si duele porque, finalmente, este muerto, ni de la familia era.

Todos parejo. Unanimidad.

Los que siempre renegaban de su música por ser cursi o muy básica. Los que se burlaban de sus excéntricos trajes de satén y lentejuela. Los que para imitar a un maricón bailaban como él y se ponían su nombre. Los que gustábamos de su música; todos sabíamos quién era. Conocíamos su nombre, y sin saberlo, sabíamos más de una canción.

En ese momento, cuando los noticieros y las redes explotan con la noticia, nos dimos cuenta que no sólo sabíamos una canción. Eran dos. O tres, o cuatro. O quince o cien.

En las bocas de muchos: de fans, no fans, de detractores, de haters, de homofóbicos, de machitos consumados, de feministas de tocador, de fresas, de guarros, de pobres, de millonarios, de políticos, de parias. O de parias y de políticos. De intelectuales y legos. De intelectualoides y abajofirmantes. De investigadores, de musicólogos. De sonideros, de maestros de fagot y trompas… en todas esas bocas, brotan sin querer, quizás como un mero acto reflejo un: Dime cuando tú/dime cuando tú vas a volveeeeeeer.

La muerte es el único bien (que parece mal) y nos uniforma.

Juan Gabriel también. Siempre nos ponía el mismo traje a todos.

Consiguió entrar a un recinto sagrado y exclusivo para la exquisita música “culta” con sus contoneos “jotísimos” y constelado en joyas y lentejuela.

Logró levantar de su silla desde el más acartonado y renuente (esa clase de señor que va porque a su mujer le gusta Juanga desde que salía en Siempre en Domingo) hasta el más pandroso (esa clase de gandul que fue a rastras al concierto porque se quería ligar a una morra medio zafada que le gustaba Juanga pues, como ella, era de Juárez y no tenía dinero).

Juanga desacralizó la figura incólume del director de una orquesta sinfónica poniéndolo en jaque con sus arreglos, haciéndolo parir chayotes porque al “rey” se le ocurría alargar el estribillo o improvisar sobre la partitura.

También a ese tipo de personaje lo acomodó a placer para tocar el son que él quería. Lo uniformó.

 

VI

Juanga decía que no le gustaba leer. Que le daba flojera.

Puede ser que sí, pero puede ser que no. Porque uno no puede explicarse que consiga versificar de esa forma sin conocimiento de métrica y rima.

Muchos aspirantes a poetas, muchos escritores que figuran en las listas más pretenciosas de la critica nacional, no poseen ni la mitad del oído del Divo de Juárez.

Al pueblo le apena y le ruboriza y le consterna que un presidente no sea un buen lector. A pueblo no lector le afecta eso: que su presidente sea un no lector.

Pero al pueblo no le interesa y, es más, celebra que un ídolo de esa magnitud pudiera haber escrito sus canciones con apenas el toque de la intuición.

Los héroes populares son héroes porque no salen de universidades ni conservatorios de alcurnia. Son héroes porque brotan de la nada. Garbanzos de a libra, diría mi abuela.

Casi todos sabemos la triste historia de Juanga. Y en un país quebrantado, la tragedia enaltece al que llega a ser “alguien”. Y si ese alguien llega a ser “todo” (una presencia que recorre los matices del círculo cromático del más frío azul hasta el más caliente bermellón) inmediatamente se gana un pedacito de gloria en este limbo caótico.

 

VII

De pronto se va. Desaparece. Nos vemos hablando de él, y cosa rara, casi por unanimidad, se eleva al Olimpo nacional en donde descansan unos pocos. José Alfredo, Lara y Gabilondo Soler.

Rockeros y darks, emos y punks. A muchos “les cagaba la madre” el tal Juanga. O eso pensaban hasta que un domingo están escuchando un programa de radio o de televisión que da la noticia, y en algún remoto lugar de su emo-punk o metalera existencia, les brota lo ñoño que habita en ellos. Y canturrean… o por lo menos en su cabeza resuena una de las mil 800 rolas que ellos no consideran buenas rolas, sino el pináculo de la cursilería y el almíbar comercial que engolosina a cualquiera.

VIII

Estaba en un cuarto de hotel de Cancún cuando me enteré que Juan Gabriel había muerto. Me estaba arreglando, muy mona, para salir a comer a un restaurante, cuando el mensaje de la persona más fría y contenida del mundo (un político que uno juraría que no tiene sentimientos) entró al celular. Y buscando cualquier pretexto para iniciar conversación, de pronto no aguantó las ganas de explayar su conmoción mediante el sano chismorreo y dijo, como si pidiera una docena de huevos en un estanquillo: “cómo ves que Juan Gabriel se murió”.

En ese momento, el golpe al estómago. Como si hubiera muerto mi compadre, mi tío, mi padre, mi mejor amigo.

Y es que apenas hace tres semanas lo vi en la inauguración del “Coliseo”, en Puebla.

Casi me lo pierdo.

Casi me lo pierdo no por mi culpa, sino porque mi acompañante dijo que le daba flojera ir a ver a Juan Gabriel, pues él lo había visto mil veces y en su mejor momento; y que ahora era una “hueva espantosa” ir a ver a un gordo sudoroso que medio bailaba, que casi ya no cantaba y que en una de esas hasta se nos caía encima.

Los boletos, de primera fila, no se iban a quedar ahí. No se iban a quedar ahí por el simple hecho de que yo he sido una fan toda mi vida, y nunca lo había podido ver en vivo.

Me valía sorbete si ya no bailaba como loca desaforada. Como antes. O que dejara que el público cantara casi todas las canciones porque a él ya se le iba la voz.

Y aparte porque en mi casa mando yo, faltaba menos. Y porque otra cosa que nos enseñaron Juanga y sus canciones, es que el matriarcado se impone ¡y a la chingada!

Le dije: “Vamos a ir. Pero si tú no quieres, yo voy. Y voy porque… quien sabe. Igual y en una de esas es la última vez que viene a Puebla”.

Ni la pinchadura previa de una llanta impidió que llegara al lugar y viera a Juanga salir, albísimo, por una larga pasarela inundada de luz.

Parecía un renacido. ¡Quién iba a decir que sería su último concierto en México!

La imagen se me quedará grabada. La imagen y el estruendoso rugido de mujeres, niños, machos alfa, beta, gama y delta, políticos, estafadores, lavadores de dinero, narcos, obreros, líderes sindicales, ex gobernadores, plomeros, escorts, locas-locas, señoras locas, esposos de las señoras locas, mariguanos, cocainómanos, pastilleros, médicos, muchachas del servicio doméstico, locutores de radio, periodistas chayoteros, periodistas no chayoteros, abuelas, bisabuelas, maestros… Todos sometidos a la fuerza hipnótica de una balada inocente, dulzona ¡y muy muy gay! que dice: Poco a poco a poquito me fui enamorando no pude evitarlo yo te quiero tanto, pero tanto y tanto tu bien sabes cuanto eso y otro tanto te quiero decir

Y esos machos de bigote y sombrero lloraban como Heidies de la alta montaña la canción más cursi y choteada que cantan todos (esos machos que golpean a sus esposas y son la monserga de su casa) y se llama Amor eterno y la cantan con la sensible delicadeza de una quinceañera  porque es la oda tierna (e ideal) que el hijo ingrato o no ingrato le dedica siempre a la madre muerta.

E imaginaba que la repetición constante de sus propias canciones sería chocante para Juanga, porque de sus 1800 composiciones, las “pegadoras” y las que prenden a todo el mundo son 40 (las que caben en tres horas). Pero la cámara se acerca, le hace close up y notas en los ojos del viejo que las ha repetido miles de veces ese arrobo que en un mortal se da sólo en las primeras veces.

Conforme avanzaba el concierto esperaba el quebranto. Que la reina robusta se colapsara en su trono dorado y dejara que más de 50 músicos y bailarines hicieran lo suyo, ayudarlo a respirar.

Tres horas después, seguía de pie. Bailoteando, sí, pero no con la misma soltura de antes. Con la gracia irónica de una bailaora de abanico y mantón alfombrao.

 

IX

La muerte de Juan Gabriel no es una muerte pequeña, es una muerte que pesa.

Una gran muerte como la de Pedro Infante o María Félix.

No hay sucesor porque los Juan Gabrieles no se dan en maceta.

La presencia de Juanga en nuestras vidas es como la Guadalupana: un mito genial que sostiene a un pueblo convulso. Y hoy comprendo a todos los que en su momento se sintieron viudas de Lennon: esos que se rasgaban las vestiduras sin entender siquiera sus letras simplonas pero pegajosas.

Hoy lloro a Juan Gabriel y estoy más triste que con la muerte de otro de mis ídolos: David Bowie. Pero Bowie fue un gusto adquirido…como se aprende a degustar un lichi.

Las tonadas de Juanga fueron mis canciones de cuna. Mis noches de arrullo y de espanto (con un padre atado al alcohol). Mis pesadillas están intrínsecamente apegadas a su música. A la canción ranchera que duele, pero que encanta, porque funge como paliativo de ese mismo dolor.

 

X

Leí por ahí que a los que nos gusta Juan Gabriel es porque buscamos un pretexto oportuno para agarrar la botella. Nada más falso. Juanga aparece siempre en la transición, es decir, llega justo en el momento en el que la botella se acaba y la birria aparece.

 

XI

No hay mexicano que no conozca al Divo de Juárez y que no tenga un disco o un viejo casete en alguna parte de su casa. Escondido, tal vez, pero existe. Habita en algún rincón oculto en donde el olvido no llega.

Enterrar el cuerpo de Juanga es como enterrar al pariente más solicitado en las fiestas.

Era, sin duda, un invitado permanente en todas las casas mexicanas.

A veces llegaba tarde o a veces no lo queríamos invitar. Pero era inevitable no extrañarlo al paso de las copas y el jolgorio.

 

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