El paso de la tormenta tropical Earl por la Sierra Norte desgajó cerros, segó vidas, destruyó infraestructura y arrasó con viviendas... pero no con el espíritu de sus pobladores
Por Mario Galeana
Fotos Ricardo Rodríguez/AGENCIA ES IMAGEN
Naupan.- “Aquí estaba una sala. Teníamos una tele justo ahí, en la esquina. Aquí, en este cuarto, estaba una cocinita. Teníamos un comedor también. En esta parte corría la niña, Leslie. Había mucho espacio. Y a ella le gustaba correr y tocar su guitarra y pintar y cantar”.
Tomás habla. Tomás habla y a cada palabra suya la casa se hace y se deshace una y otra vez. Todos en el pueblo dicen que era una casa fuerte. Así la llaman: una casa fuerte. Cualquier vivienda de concreto y dos pisos es, en Naupan, una casa fuerte. No hay muchas casas fuertes en Naupan.
Pero uno ve y oye a Tomás, y cree que no hay cosa ni casa más fuerte que él. Ni más fuerte que Carolina, su nuera. Lo han perdido todo y, sin embargo, están aquí. De pie. Pisando los restos de una casa que se hace y se deshace a sus palabras.
Aquí, donde no hay más que lodo y raíces de árboles, dormía Ezequiel. Aquí, donde sobresale la esquina de un colchón, dormían Dolores, Anabel y Liliana. Aquí, donde cuelga un pequeño suéter de primaria, dormían Catalina y Leslie.
Hoy nadie duerme. Hoy nadie corre ni toca guitarra ni pinta ni canta en la casa fuerte de Naupan.
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Tomás Valentín Reyes alza la vista. En la penumbra adivina el foco, las esquinas, los muebles. Da vueltas en la sala de su casa. La lluvia no cesa. Y la luz no vuelve. Son casi las 22:00 horas. En toda su vida nunca ha escuchado al cielo de la Sierra Norte tan embravecido.
—Voy a pasarme con las niñas. Han de tener miedo —le dice Ezequiel Valentín Cravioto, su muchacho, mientras arrastra una almohada y una cobija. Tomás asiente, alza la vista y da vueltas en la sala de su casa. La lluvia no cesa.
Ezequiel entra a la cama de sus hermanas Anabel y Liliana. En otro par de colchones, su madre, Dolores Cravioto Coyola, y su hermana Lizbeth, además de su concuña y su sobrina, Catalina Loza González y Leslie Valentín Loza, respiran quedamente.
—¿Estaban dormidas? —le pregunto a Tomás, cuatro días después de aquella noche.
—No. Ninguna podía dormir. Les daba miedo estar a oscuras y la luz se había ido desde las siete de la tarde. Todos se metieron a ese cuarto por eso, porque les daba miedo estar solos.
Tomás está solo pero no tiene miedo. Hay, sí, un rumor de tristeza en sus ojos pequeños. En los suyos y en los de Carolina Ramírez, la novia de su hijo muerto que lo acompaña. Hoy el cuarto no está a oscuras: dos boquetes dejan pasar ribetes de la luz del día, que se ahogan con el fango endurecido y los troncos de los árboles.
El primer piso de la casa se encuentra engullido por la tierra de un cerro que engulló también a seis personas. La vida de Lizbeth, de 13 años, puede considerarse un milagro. Cuando el agua y la tierra entraron por los muros, su caudal de violencia empujó a la chiquilla y no la ahogó como al resto de los que durmieron en aquel cuarto durante la noche del sábado 6 de agosto, cuando la tormenta tropical Earl agitó cada vida de la Sierra Norte.
A Lizbeth, en cambio, la ahogan los recuerdos. Su padre, Tomás, dice que desde entonces no habla.
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Cuatro ríos azuzan las tierras de Naupan: San Marcos, Mamiquetla, Naupan y Xochicatlán. Antes de Naupan, que significa “sobre cuatro ríos o aguas”, los totonacos nombraron esta tierra como el lugar “sobre las cenizas”.
Ambos nombres podrían ajustarse a la realidad del municipio. Según el Consejo Nacional de Evaluación de la Política Social (Coneval), hasta 2015 el 42.3% de sus 9 mil 707 habitantes se encontraba entre las más adversas condiciones de vida. Le llaman pobreza extrema.
De hecho, el 84.2% de las 2 mil 165 viviendas carece de luz, drenaje o agua. El campo no ha hecho mucho por la gente de este municipio, que ha dedicado su vida a sembrar chile o cacahuate.
Por eso llama la atención la historia de un hombre que, a base de décadas de trabajo, a base de hundir las manos en la tierra, haya logrado construir una vivienda amplia, firme, de dos pisos, con paredes blancas y lisas, donde antes no había más que madera vencida.
Y, por eso, no deja de sorprender que la casa fuerte, como la llaman, haya sido la única reclamada por la tierra tras el paso de Earl, que provocó deslaves que mantienen bloqueado el camino Naupan-Mixhuca, al que se llega por la autopista México-Tuxpan.
Lo sucedido en la casa lo comentan los vendedores de cacahuates hervidos que deambulan por los caminos de tierra. No dejan de asombrarse las mujeres que despachan las tiendas. Ni los niños que pasan caminando y hablan sobre la familia que murió aplastada.
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Tomás cargó a Lizbeth y la llevó afuera de la casa. Libraban una oscuridad fangosa, donde había que sortear caudales de agua, piedras y tierra. Volvió al cuarto donde dormía el resto de su familia y no halló nada. Clavó las uñas entre el lodo, frenético, pero poco después entendió que, solo, cualquier esfuerzo resultaría vano.
Salió con la lluvia copiosa rasguñándole la cara y encontró a un grupo de policías municipales. Ellos le dijeron que era demasiado riesgoso regresar a la casa y se negaron a ayudarlo. Quizá fue razonable. No lo fue para otros cuarenta pobladores que, con miedo, con ansia, ayudaron a Tomás en su búsqueda.
Era la 1 de la madrugada del primer domingo de agosto y no hallaban a nadie. El agua y el fango corrían, sin fin. Sus cuerpos cedían, entumecidos, pero regresaron cinco horas después, cuando los resquicios de luz se asomaban entre las nubes. Uno a uno, los cadáveres fueron puestos sobre la banqueta. Para las 10 de la mañana, Naupan le lloraba a sus seis muertos.
A esas horas, el presidente municipal Genaro Negrete Urbano apareció con un grupo de policías y reporteros. A la prensa le dijo que lamentaba la tragedia ocurrida horas atrás y que sus funcionarios habían trabajado arduamente en el rescate de los cuerpos.
—Yo lo único que le pido es que aclare que todo eso es mentira. El presidente nunca se apareció y sus policías tampoco. Sacamos los cuerpos por la gente del pueblo —me dice Carolina. Y yo le prometo contar su versión tal y como viene de sus recuerdos.
Es un sábado caluroso. En la presidencia del municipio nadie da razón de Negrete Urbano. Hay un par de funcionarios estatales y federales que han recorrido algunas viviendas para realizar el conteo de daños desprendido por Earl. El regidor de Obras Públicas del municipio, Jaime Reyes Santos, deambula entre los pasillos. Dice que Genaro se ha ido desde hace un par de horas. ¿Por qué? Porque su casa está en Pachuca, Hidalgo.
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—Nosotros lo único que queremos es que estén en paz. Ahorita siguen aquí, pero esperamos que pronto encuentren paz.
Tomás habla. Habla y acomoda los tamales de mole y los vasos de agua contenidos en seis platos y seis vasos sobre una mesa donde, hasta antes de Earl, había un sillón en el que él, su esposa, sus hijos, su nieta y su nuera veían televisión. Hay velas con flamas que titilan, débiles.
Cerca, en la casa de un vecino, un grupo de mujeres con trenzas y faldas se limpia las lágrimas y reza en susurros. Lo harán hasta el martes, cuando la tragedia haya cumplido ya nueve días y nueve noches.
Sobre las paredes, salpicadas de lodo como si alguien hubiera revuelto la tierra con fruición, aún penden imágenes religiosas, dibujos y una pequeña guitarra.
—En esta parte corría la niña, Leslie. Había mucho espacio. Y a ella le gustaba correr y tocar su guitarra y pintar y cantar. Era una casa grande. Imagínese.
Tomás no habla. Sus ojos recorren los muros. Un río lejano y su arrullo llenan el silencio. Antes, nos ha dicho que necesita ayuda del gobierno para limpiar la casa, porque sus cimientos se mantienen.
Pero él, dice, no volverá a habitarla jamás.