La Loca de la Familia

Por: Alejandra Gómez Macchia / @negramacchia

 

Todo termina en la vida. También los veranos.

Nunca aprecié tanto un verano como este que termina.

Lo aprecié no porque hubiera sido muy distinto a los demás. No lo fue. Tomé unas vacaciones de diez días, me mojó uno que otro chaparrón vespertino, fui a la ceremonia de clausura de ciclo escolar de mi hija.

Un verano con sol. Como que gustan los veranos. Un verano color verano.

Los veranos, como los otoños y los inviernos, tienen su propio color. La primavera es quizás la más confusa, porque puede parecer un verano. En realidad, supongo que los que gustan del sol, su verano comienza en primavera.

Pero este verano lo aprecié mediante la mirada de los otros.

Fue el primer verano que viajé a Canadá, uno de lo países más tristemente fríos del mundo.

Llegué  Montreal y noté el peso de un verano. El verano en su plenitud. Ese tipo de veranos que pintan los artistas en sus cuadros; un verano con bañistas en las calles, con un sol amarillísimo y flores de colores exorbitantes.

Un verano húmedo a las orillas del San Lorenzo.

Yo llegaba de un país en el que el verano ya no sorprende, porque el verano se junta con la primavera y puede que se contagie de él el otoño y entonces es largo, tan largo como el aciago invierno canadiense. Entonces para alguien como yo, llegar al sol, andar por las calles ligera de ropas y meterte a casa ya bien entrada la noche es algo ordinario. Algo cotidiano.

Pero el verano visto a través de los gélidos ojos de los quebecuás, es muy distinto.

Se siente en la gente una agitación brutal. Ganas de salir a re pintar sus casa, a lavar ellos mismos sus autos, a comer en terrazas que desaparecen de octubre a marzo.

Los veranos son para ellos el pináculo de la alegría.

En los hermosos paseos llenos de jardineras y rías artificiales, las personas se vuelven lagartijas perennes. Se tiran, ahí, en el piso, sin toalla, en trajes de baño, a recibir las bondades del sol.

Los canadienses entonces pueden ver a los ojos a los demás. Dejan en casa, en sus clósets, los mostrencos abrigos y los gorros infames que no les permiten sostener la cabeza en alto para darle los buenos días al vecino. Pero no dan los buenos días porque no quieran, sino porque no pueden. Deben llegar al carro en tres pasos de caguamo para volver a calentarse. Una verdadera monserga.

Recuerdo que la vez que más frío he sentido, y me fue completamente miserable la existencia, fue en Chignahuapan, en la Sierra Norte de Puebla. Estábamos a -2 grados y yo estuve a punto de convertirme en Jack Nicholson en “Shining”, quería matar a mi familia a hachazos con tal de huir de ese limbo congelado.

Ahora imagino pasar casi nueve meses a -40 grados, si bien les va en Montreal, y entiendo el júbilo con el que festejan la llegada del sol.

Esa alegría, ese ánimo de jolgorio me contagió y sentí que en realidad estaba viviendo el primer verano de mi vida. Un verano pleno porque a donde iba la gente estaba excitada  y feliz. Nunca una queja del “maldito sol”. Allá el gran hijoeputa es el frío y el sol es un diamante vivo y divino. La tierra entonces adquiere una plusvalía, temporal, pero digna de ser pagada a plazos.

 

También este verano fue un verano con olimpiada. Y cada verano con olimpiada nos recuerda que las fronteras se borran por tres semanas, y es sólo el hombre (y su virtud) el que ennoblece al mundo.

Pero Río 2016 fue diferente. Fue diferente al menos para los mexicanos, ya que era la primera vez en muchos años que los juegos no se transmitían en las cadenas monopólicas de televisión.

Y al principio muchos dijimos: “qué bien”, pero conforme pasaban los días dijimos “qué mal”.

Fue un verano y una olimpiada inédita porque quienes durante años nos quejamos de los pírricos programas de comentarios deportivos de Televisa y Tv Azteca, llegamos a extrañar un poco de esa carroña.

Se extrañaban las repeticiones, por decir algo simple.

Las cadenas monopólicas, al meter anuncios de publicidad híper valuados, dan al cliente toda una barra variopinta con las repeticiones y transmisiones en vivo de casi todas las justas. Ahora no. En el 11 y el 22 tenías que estar atento para “cachar” una competencia en vivo, y si te la perdías, los encargados de comentarlas en los programas nocturnos eran Solórzano y Ricardo Raphael.

El primero menos nefasto que el segundo, por cierto.

A mí me quedó claro que un académico del CIDE no es la mejor opción para comentar clavados ni saltos con garrocha.

Y jamás pensé llegar a decir esto, pero: se extrañó a Toño de Valdés y a Burak.

Lo más triste de la situación, de este verano inédito, de este verano olímpico, fue reafirmar la inoperancia y la corrupción que impera en las instituciones encargadas de apoyar a los deportistas.

Ver cómo la delegación mexicana iba desapareciendo. Cómo los atletas regresaban agachados a la primera de cambios porque no daban el ancho.

La culpa, la responsabilidad es algo compartido: el gobierno y las instituciones, ya se sabe, se pintan solos para robarse el dinero que debe ir en PRO de los abanderados.

Pero también está la otra cara de la moneda: existen países más pobres y más corruptos que México, y los competidores regresan con medallas.

 

En Río 2016 no se escuchó una sola vez el himno nacional mexicano. ¡Ni una!

Y a los que supuestamente eran las cartas fuertes la soberbia los cegó y regresaron como torpedos disparados a sus casas.

Vergonzante, a todas luces, tanto las corruptelas de Alfredo Castillo como la abulia de los propios participantes.

 

El verano terminó y nos dejó un mal sabor de boca.

El sabor del eterno “ya merito”, que nunca llega.

Y el consuelo siempre queda abierto entre paréntesis: “a ver si en cuatro años…”.

Pero esos cuatro años llegan, el país es el mismo, las instituciones no responden, los atletas no dan el cien, y mientras tanto, un prodigio gringo con TDA se cuelga más oros que todos los atletas mexicanos que han ido a competir a las olimpiadas desde que el Barón Pierre de Coubertin vivía, o más bien, desde París 1900 (en total México ha ganado 13 medallas de oro, 24 de plata y 30 de bronce en su historia).

¿Y Phelps solito?

Ufff.

¡Qué Soraya Jiménez y Joaquín Capilla los rediman (y los perdonen)!

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