La Loca de la Familia
Por: Alejandra Gómez Macchia / @negramacchia
En nombre de los malos augurios, ¿cuántas vidas se han perdido? ¿Cuántas obras? ¿Cuanta paz?
Cuántos paisajes han quedado yertos por el temor y temblor de un espejismo.
Las leyendas siempre tienen algo de fantasmagórico. Son historias orales que van tergiversándose de generación en generación.
Siempre han existido. Desde que el hombre descubrió el mecanismo del miedo como método infalible de dominación.
No vayamos tan lejos: en mi casa, en la tuya, en la de todos, hemos escuchados rumores de vena maligna. Somos niños y el niño no nace con el sello del temor estampado en la frente. Son los adultos los que van transmitiendo ese virus a sus hijos.
En todas las culturas del mundo hay un monstruo nocturno que se le aparece a los niños si se portan mal. A mí, como a muchos, nos aterrorizaban con el famoso “Coco”.
Ya con el tiempo, y cuando tomas conciencia de los verdaderos peligros que existen, te das cuenta que nada ni nadie que se llame “Coco” es capaz de asustarte.
Luego, ya de más grandecitos, cuando nos escondíamos en la tienda de telas a nuestras madres, ellas nos amenazaban con otra invención (que seguramente se fundó de un hecho aislado pero que se hizo, más que popular, eficaz): el robachicos del costal.
Un hombre, por lo general torvo y sucio como un carbonero, que te metía en su costal para desaparecerte si andabas chillando o de desobediente. Te alejaría de tu casa, de tu familia, de tu madre, ¡de tus juguetes!
Pero no era lo mismo el Coco que el robachicos del costal, porque el primero era un ser amorfo y hasta cierto punto mágico, en cambio el segundo tenía la maldad intrínseca del ser humano.
Recuerdo que el año del eclipse total de sol que hubo en México, ¿1991? Las muchachas que vendían memelitas en el mercado estaban asustadísimas. Querían apresurarse a vender todas sus memelas para irse a sus casas.
Una de ellas estaba embrazada y traía arriba de su blusa satinada un amarre de listones rojos que sostenían unas tijeras.
Mi madre le preguntó para qué era el amarre.
La mujer le contesto con circunspección que era un amuleto para proteger a su crío del “eclís de sol”. Era una protección para que a su bebé no le comiera el labio el sol.
La mujer decía que si no usaba el amuleto el niño saldría “tencuito” o sea, con el labio leporino.
Las supersticiones son parte fundamental de la historia de los pueblos y por muchas supersticiones han caído imperios.
Los que ahora se jactan de ser chamanes y /o curanderos o videntes son los hijos bastardos de los sabios a los que se le consultaba el oráculo en la antigüedad.
Lo maravilloso y poético era que tanto las calamidades como los buenos augurios estaba escritos en el cielo.
Eran las estrellas con su paso lento y obstinado las que guardaban la memoria del pasado y el futuro de su hermana menor, la tierra.
En Malí, África (como en muchos otros países africanos y del mundo) existen cantidad de creencias sobrenaturales. Creencias incomprendidas por muchos.
Una de esas creencias es que tener un hijo albino es señal de malos augurios.
Cuando un malinke tiene un hijo albino, lo segrega.
La paradoja es todavía más marcada y escandalosa tomando en cuenta que en África, y en este caso en Malí, la mayor parte de la población es negra.
¿Un albino negro?
Si fuésemos un poco menos prejuiciosos, y si el miedo a las maldiciones a los encantos no siguieran siendo un factor de discriminación y escarnio, un albino negro sería equiparable a una perla del color de la obsidiana.
El albinismo, con el tiempo se supo, es un padecimiento de la piel. La falta de la vitamina que, por decirlo de alguna manera, la pinta.
Pero qué capricho más extraño la naturaleza que de una pareja de negros nazca un bebé desteñido. Un bebé que en el mejor de los casos padecerá de la segregación que sobreviene a la ignorancia, y a los usos y las costumbres. Pero en el peor de los casos vivirá un infierno personal al no poder exponerse al sol ardiente que nutre a su raza, y algo peor; a la progresiva pérdida de la vista.
Salif Keita es descendiente del emperador Sundiata Keita, fundador Malí.
Es un hijo de nobles que para su desgracia no pudo ser Griot. El Griot es una especie de sacerdote que transmite sus conocimientos y las historias de su pueblo, cantando.
El griot es un músico, que como todo músico, relata con su arte la vida de su ciudad.
Keita no pudo ser Griot porque era noble.
Era noble, pero sus padres lo condenaron al ostracismo porque nació blanco.
Salif tiene la bemba del negro, las manos del negro, el corazón y la voz del negro, pero no la negrura del negro.
Salif Keita debió trabajar en la tierra, pescando o recolectando granos. Armando djembés o llevando a su comunidad la sabiduría mediante su canto.
No pudo.
Porque el sol que debió darle vida, lo mata.
Descubrí la música de Salif Keita de rebote. Puse Keita, buscando a Mamady (un percusionista guineano) y salió Salif.
Escuché el álbum Moffu y de ahí quedé fascinada con la fusión de ritmos.
Salif Keita representa la fase superior del pop africano.
¿Pop africano? Es un contrasentido. Pero si tomamos en cuenta que el pop es todo aquello que se escucha en la radio y es popular, Keita es el rey. Pero no sólo eso, es la nobleza de la música africana.
Baile de máscaras, azote de látigos convertidos en cuerdas. Las voces del islam y sus túnicas largas. Lamentos ingrávidos que no quieren abandonar el desierto. Placeres agudos en medio de dolores graves.
No es ni francés ni malinke. Es la voz del buen augurio. Del niño que se comió el sol. Que nació incoloro porque lo trae dentro.