La Loca de la Familia
Por: Alejandra Gómez Macchia / @negramacchia
A los diez años viajé por primera vez en avión. Fue un viaje relativamente rápido. Un trayecto que, de haberse hecho por tierra, hubiera durado unas 10 horas si el conductor pisara el acelerador con la fuerza de una pata de Yeti.
Yo estaba muy emocionada por el viaje. Siempre, toda primera vez, es excitante. Imaginé ese mismo viaje por carretera, en nuestro “Le baron” negro, 1987. Una lata: diez horas en la que mi pobre madre hubiera tenido que lidiar con un par de mocosos que en la interminable recta de Matehuala irían (en el mejor de los casos) mordiéndose el uno al otro y preguntando como tarabillas cada diez minutos “¿ya llegamos?”.
Con el tiempo entendí que parte de la fascinación que embriaga a los estudiantes de aviación, o a los asiduos que les encanta subir a estas ballenas voladoras, reside en retar a “eso” que hasta la fecha sigue siendo “el fin” que buscaban los ascetas y demás místicos: el desafío al tiempo.
Ese primer viaje que hice con mi madre y mi hermano mayor, fue un vuelo que iba de Puebla a Monterrey. Pasaríamos en total una hora, quince minutos dentro del Boeing de una compañía relativamente nueva, hija bastarda de Aeroméxico, llamada Saro.
El coste de cada boleto era bastante elevado, pero bien valía la pena evitarse la molestia de que mi madre se quedara huérfana de un hijo porque el otro se lo hubiera tragado al ver que nomás la recta de Matehuala nunca terminaba.
En ese tiempo, aunque fuera un vuelo corto, las compañías aún te daban algo decoroso de comer. Nos dieron una charolita muy mona con canelones a la boloñesa, y como mi hermano era un chavito melindroso y proclive a la arcada, me tocó doble platillo.
A esa edad, 10 años, yo había pasado por diferentes accidentes domésticos. Siempre fui una niña-niño. Una niña atrabancada que no medía el peligro y que vivía eternamente con las rodillas llenas de costras. Me caía a cada rato, pero el miedo no me impedía ir por la barda más alta o andar en la bicicleta con los patines puestos.
Subir al avión era algo que hasta ese día había visto sólo en la tele.
El caso de mi hermano fue diferente porque él tenía un papá ricachón que le pagaba estancias en campamentos de Chicago o Canadá, y me contaba que volar no era cosa del otro mundo. Que era como ir en camión, pero sin el trajín de los cacharros o las cubetas de las marchantas. Era lo mismo, pero mucho más rápido.
Así que cuando estuve arriba de mi “Moby Dick” alada, sentí calma y confianza.
Me abroché el cinturón desde que me senté en el asiento. Lo pedí, obviamente junto a la ventanilla.
Luego aparecieron esos seres míticos de los aires: un par de valquirias altas y rubias (oxigenadas) que dieron las instrucciones de lo que uno debía hacer si la nave se despresurizaba. ¿Despresurizar? No entendí que significaba eso. Sólo imaginé que el ritual de la mascarilla de oxigeno y los chalecos salvavidas era importante por si el avión se caía al mar. Pero, ¿cuál mar? Yo no sabía de rutas aéreas, y supuse que, según mis pobres conocimientos de geografía, el avión debía ir para arriba del cuerno de la abundancia y aterrizar en una ciudad calurosísima rodeada por la Sierra Madre.
Cuando el protocolo de seguridad aérea terminó, me quedé mirando a las azafatas y recordaba que una prima había querido entrar a trabajar a Mexicana de Aviación , pero la rechazaron porque no sabía inglés y estaba más chaparra que Tuntún, aunque eso sí: era güera, y no de las oxigenadas.
Al ver a esas chicas descarté mis sueños de ser asistente de vuelo cuando cumpliera la mayoría de edad, cosa que me preocupaba porque en realidad nada de lo que aprendía en la escuela me interesaba. Yo quería ser bailarina, pero mi maestra de ballet me había echado de las clases porque en los “free movements” aventaba la pierna hacia enfrente como si fuera a chutar un balón de fut. Era una niña-niño. Pero no una niña-niño delicado. En la clase hubieron varios niños-niña, y esos sí que eran finos y gráciles en sus movimientos. Para ser azafata en esos tiempos no debías ser ni muy fina ni muy grácil. Tampoco era necesario ser rubia natural si existía el “Blondissimi” de Loréal, pero lo que no iba a obtener nunca sería una altura de más de metro y medio. Eso era culpa de mi madre, no mía.
Lo que sí cambió durante mi viaje en avión fue la perspectiva que tenía del mundo y de los medios de transporte.
Descubrí que mi hermano era un mentiroso, pues ir en avión no se parecía en nada a viajar en autobús. En primera porque no había guajolotes. En segunda porque estando ahí, a kilómetros de distancia del suelo, la mente de un ser humano cambia por completo.
Fue la primera vez que me cuestioné profundamente mi paso por esta tierra. Yo, para esos momentos, dejaba de ocupar un gran lugar; el lugar que llenaba dentro de mi casa y de mi escuela, para volverme una partícula minúscula que iba metida en una cápsula metálica que podía “despresurizarse”, es decir, valer madres (como decía mi abuelo).
Mi hermano mentía. No era lo mismo pasar junto a las faldas de un volcán, que encima de él, y poder ver el cráter y sus incandescencias. No era lo mismo pasearse por los campos barbechados de los agricultores cholultecas, que mirar esos mismos campos desde arriba, desde una perspectiva pantagruélica que los hacía parecer enormes tapetes multicolor.
No era lo mismo ver las nubes recostada en tierra firme, que ir atravesándolas. De cerca las nubes eran aún más hermosas y no había una que se pareciera a otra. Era como ir penetrando las fauces del cielo. Las nubes no eran sólo la masa de agua evaporada que un día rompía en lluvia. Tampoco eran algodones gigantes que pendían de hilos invisibles atados a una mano omnisciente. Las nubes eran nubes, y no había otra cosa qué hacer más que mirarlas y creer que lo que tus ojos veían era eso que de verlo tan lejos, parecía imposible e irreal.
El tiempo era lo de menos. Una hora bastó para descubrir que la tierra está llena de venas y arterias. Que nuestros suelos son organismos con sus propios sistemas nerviosos y sus propios tumores y protuberancias. Sus propios cánceres y excrecencias.
Después de ese primer viaje, vinieron muchos más. Casi todos cortos. Casi todos dentro de México.
Los años pasaron y dejé de ser una niña-niño y me volví una mujer-mamá. Y más que eso: una mujer-mamá-neurótica. Fue cuando la animación de esos viajes, el desparpajo de subir a un avión se terminó.
Pronto llegó otra “primera vez”. La primera vez que viajaba en un avión siendo madre.
Fue espeluznante.
Desde el instante en el que subí al avión y dejé a mi cachorra en tierra firme, todo el goce se esfumó.
El simple hecho de sentir que mis pies se despegaban del mismo nivel que el de mi hija, fue un shock con el no supe lidiar.
Una vez arriba, cada cambio de velocidad, cada aviso de la cabina, cada pequeña turbulencia o cada intermitencia en el sonido de la presión, se convirtió en un lapso de tortura.
Ya no disfrutaba el paisaje. Es más; pedía el asiento de en medio para no ver nada ni tener la tentación de pararme al baño.
No soy creyente, pero cada vez que me subía al avión elevaba una plegaria a alguien cuyo nombre no conozco, para que el avión no se fuera a “dar en la madre”.
No exagero cuando digo que durante todo el vuelo contraía el trasero. Tanto lo contraía que al bajar comenzaba un dolor como de parturienta.
El viaje trasatlántico fue un calvario porque mi mente no paró de maquinar la mejor manera de poder salvar mi vida si es que el avión se despresurizaba y caía al mar. Doce horas de sudorosa planeación mental. Pero nada me consolaba pues sabía perfectamente que antes de que el avión hiciera contacto con el agua, los cuerpos literalmente explotarían y quedarían hechos papilla.
Doce horas, o seis o dos, o una hora y cuarto. ¡Daba lo mismo! El ataque de pánico comenzaba desde que hacía el “check in” en el aeropuerto.
¿Y en dónde quedó la niña-niño temeraria que un día saltó del techo de su casa hacia un pequeño estanque de agua que había en el jardín? Se había ido.
Me había convertido en una mujer-oruga llena de miedos que saltaba de un pequeño asiento aterciopelado a la menos provocación. Ni el vodka ni el tequila me sedaban. Tampoco ir en primera clase garantizaba que tu carísimo trasero burgués se iba salvar del golpe final luego de la temida “despresurización”, una palabra que adquirió un significado ulterior a partir de que comencé a sospechar que si yo moría en el aire, alguien quedaría huérfano en la tierra.
Tuvieron que pasar 13 años para que ese temor irracional desapareciera.
Ahora que lo escribo puedo colocar en su debida dimensión las cosas y he desvelado el misterio de mi fobia.
Hace quince días viajé a Canadá, pero no iba sola. Mi hija iba conmigo, sentada al lado.
Desde que compré los boletos comencé a padecer el viaje. Un día antes compré Tafil para no verme tan cobarde enfrente de mi hija.
Subimos al avión y me abroché el cinturón desde el primer segundo. Amarré a la niña de igual forma: obsesa, penosa.
Le di un pellizco para que pusiera atención a las azafatas (quienes, por cierto, ya no medían más de uno sesenta y estaban gorditas y hablaban un pésimo inglés y un francés del medioevo). La niña se ruborizó ante tal neurosis puesto que ella ha viajado sola en avión desde que tiene 7 años.
“Relájate, ma. Pareces charra”.
La regañé por su comentario clasista y le volví a apretar el cinturón.
–“Despresurización”, ¿oíste bien? ¿Sabes lo que significa?
–Sí, mamá. Significa que si el avión pierde presión, se cae… o como dice mi abuelo: “Valemos madre todos”.
–Sí, sí. Valemos madre todos. Eso es correcto. Porque hasta los de “primera”, con sus onerosas nalgas, si el avión se cae, también se mueren.
–Ajá. Pero, a ver: ¿cuál es tu miedo? ¿Dejarme huérfana? Ma: si valemos madre todos, es to-dos. Es decir; si el avión se cae, nos morimos juntas. Así que aliviánate, tómate la pastilla y nos vemos aterrizando.
Me puse los audífonos y en mi iPod empezó a sonar una canción de Enrique Guzmán. Una canción que metí al iPod en una farra dominguera, cuando un amigo despechado quería cantar algo que le terminara de desgarrar el corazón. “Sonreír, sonreír, sonreír”.
Sí, en mi iPod sonaba “Payasito” de Enrique Guzmán. Y pensé que si tuviera que escoger la banda sonora de mi muerte, la última canción que quisiera escuchar sería esa.
Así que algo era seguro: un ser humano sólo puede focalizar un dolor y sentirlo profundamente. Por leyes de la probabilidad, no sería yo la primera persona a la que dos calamidades la asaltaran al unísono. No podía ir escuchando a Enrique Guzmán al mismo tiempo que el avión se “despresurizara”. Era prácticamente imposible que en mi línea del tiempo se desviara una tangente para crear una catástrofe de esas magnitudes.
Decidí que escucharía estoicamente los alaridos de Guzmán durante todo el viaje para evitar la hecatombe.
Esa decisión se desvaneció cuando llegó la azafata a ofrecerme el primer vodka del viaje.
No me metí la pastilla. Mi hija tomó mi iPod y se puso los audífonos. Acto seguido se los quitó para decirme que esa canción era horrorosa. Que cómo me atrevía a decir que el tal Drake era basura si yo escuchaba esta otra basura que, para colmo, le parecía inorgánica.
Fuimos discutiendo el tema durante todo el viaje y caí en cuenta que mi miedo no era a los aviones ni a las alturas, sino a no volver a ver esa carita que ahora me refutaba (con toda la beligerancia que le pude heredar) que el reguetón era mucho más divertido que el rocanrol.
Ante tal necedad no sentí ni las turbulencias.
Tampoco la muerte podía ser tan sádica conmigo como para llevarme escuchando a un puertorriqueño (misógino y analfabeto) que dice que lo mejor que sabe hacer una mujer es vino con las nalgas.
