Mariano se rehúsa a seguir las indicaciones médicas tras detectarle cáncer e intenta convencer a Sofía que lo ayude a disfrutar sus últimos días

 

Por Alejandra Gómez Macchia

La casa de Mariano podría ser un lugar cálido si no fuera porque la dueña es más fría que el Mediterráneo en pleno enero.

Miranda Alcocer es bióloga, así que tiene los muros repletos de libros de especies terrestres y acuáticas. Enciclopedias de biología y cartografía.

La cocina está impecable. Los mosaicos son tan pulcros que parecen de quirófano. Hay algunas plantas sobre la barra: teléfonos, helechos  y dos cactus.

La alacena está llena de comida orgánica. Usa aceite de oliva de extracción en frío. Hay unas latas caducadas de escargots, angulas y bonito. La sala es de manta cruda y tiene varios lienzos de batik africano. Dos mesitas laterales de cedro blanco y muchas lámparas. Mariano está recostado en un diván que tiene en su estudio, su lugar favorito de la casa. En él hay tres libreros enormes con unos 6 mil tomos.

Junto a la ventana hay unas repisas especiales de roble en donde están sus “imponderables”: libros que ha mandado a empastar en cuero marrón con filos dorados.

Mientras recupera el aliento después de bajar las escaleras, doy vueltas por la cocina sin saber qué hacer. Me da miedo corromper la casa. Manchar un azulejo con chile guajillo o dejar algún tipo de evidencia de mi presencia. No debí aceptar venirme a vivir unos días con él. Debí dejar que la enfermera se encargara, pero en el momento en el que Mariano me vio llegar, le extendió un cheque por una generosa cantidad para que se fuera y no reapareciera hasta que su mujer regrese del viaje.

—Bueno, pues ya estoy acá. Ahora dime qué quieres qué hagamos.

—Ven, siéntate. Si por mí fuera, solamente te contemplaría, pero sería injusto para ti. Puedes hacer lo que quieras. Junto al comedor está la cava llena de botellas. Abre la que gustes. Hay unas buenísimas que he guardado para una ocasión especial.

—Pero tú no puedes tomar. No puedes fumar. Tienes una dieta especial. Estás todo jodido, mi querido Mariano.

—Jodido estoy desde hace mucho, pero eso no es impedimento para poder hacerte feliz. Tú ni te
preocupes. Con sentir que andas cerca estoy más que contento. ¿Qué vas a comer? Miranda es una vieja aburrida que sobrevive de granos y yerbajos porque se niega a envejecer. Ahí en el refri están varios imanes con teléfonos de restaurantes. Pide lo que quieras: un churrasco, unas acamayas, una pata de jabugo, unas ostras buenísimas que te pongan caliente.

—Tú no pierdes oportunidad de comportarte como un patán, sin serlo. Oye: me gusta mucho tu casa. Muy coyoacanense. De este cuarto para allá se ve tu mano. La cocina es un horror. Da miedo pasarle un dedo encima porque corres el riesgo que la mugre de tus manos manchen la cubierta. ¿Tienes sirvienta?

—No. Miranda odia a los extraños. Se levanta todos los días a las 5 de la mañana para limpiar. Agarra un cuchillo de sierra y raspa las hendiduras de los mosaicos para que no se les pegue un solo microorganismo. Es una neurótica llena de TOCs.

—Entonces mejor nos encerramos acá o en tu cuarto, pedimos comida en platos de unicel para no usar un solo traste de esa cocina.

—¡Rómpele la madre al orden! Súbete descalza a los sillones. Deja tus huellas en sus batik. Deja labial en las copas. Enciende la chimenea con sus mamotretos de biología.

—¿Me cago en la alfombra persa?

—Si quieres. Sofía: en una de esas te quedas en esta casa. Nomás porque ando todo amolado, pero deja que me recupere y verás que no estoy tan chocho como crees.

—¿Ponemos música?

—Ahí está la bocina. Si quieres ponla de tu iPod porque yo tengo pura cosa aburrida.

—Antes que otra cosa, dime dónde pusiste las recetas… para saber a qué hora te tocan las medicinas.

—A eso iba, linda amiga: no me las quiero tomar. Es más, quiero que abras la botella que más te guste y que nos la tomemos. A mí se me antoja un vodkita helado. Anda, sé buena.

—Estás loco, Mariano. Llevas “limpio” quince años y no voy a ser yo quien te regrese al camino del vicio. Aparte no puedes. Te acaban de operar, carajo.

—¿Y qué tal que lo que quiero es morirme? Ya que te tengo acá por una semana, la quiero pasar bien y hacer lo que se me pegue la gana. Porque tú te vas a ir, y lo que me resta de vida será muy aburrido y gris.

—No. No acepto. No vine a matarte.

—¿Y si te dijera que para eso te invité? Yo sé que no te voy a poder hacer el amor. Sé que ni te gusto ni quieres nada de eso conmigo. ¡Coño! Sé que en estas circunstancias ni se me pararía. Los doctores se “reservan su pronóstico”. ¿Por qué? Ambos sabemos la respuesta: me queda poco para estar más frío que un iglú. ¿Qué harías tú en mi lugar? ¿Someterte al envenenamiento de tu cuerpo con químicos? ¿Vivir en el limbo, medio drogado, guacareando y durmiendo? ¡No, madrecita! No pienso tomar las quimios.

—Para eso vine. Para acompañarte a las terapias. No a una bacanal que puede terminar en velorio. ¿Y luego qué le digo a tu mujer?

—No le vas a decir nada a esa brujer. Uno no se muere en una semana de excesos. Lo que sí puede pasar es que me dejes encaminado para salir con las patas por delante, pero con una certeza: me habré ido feliz. Miranda es capaz de mantenerme vivo tragando pasto y sometiéndome a sus rituales místicos con tal de no sentir culpa y de no quedarse sola. Tú eres una mujer con criterio y sentido común. Te has puesto en el filo de la navaja mil veces sin miedo a caer en un hoyo. Sabes vivir, sabrás también morir. Muy bien, pues te doy la oportunidad de practicar conmigo.

—Creo que en el fondo estás aterrado. Pienso que te haría muy bien descansar y luego podemos hablarle a mi amigo Virgilio para que nos haga compañía. Te va a caer muy bien, ya verás. También podemos salir al jardín, podemos leer. ¡Veamos todas esas películas que tienes ahí todavía envueltas! Te voy a llevar a tus quimios y vas a salir bien. Te recuperarás.

—Si te vas a poner en ese plan de buena samaritana, mejor vete. Te elegí porque me gusta tu forma de ser. Porque no te ha remordido la conciencia para seducirme y hacerme tu rehén virtual. Eres la mejor compañía antes del tránsito.

—Mariano, por favor, ¿cuál tránsito? Cuando uno se muere, ya estuvo. No hay tal tránsito. Caput. Eres polvo y así te quedas.

—¡Eso! ¡Más a mi favor entonces! No pienso finiquitar mi existencia echado en una cama, comiendo caldo de pollo y metiéndome químicos que sólo van a prolongar la agonía. Tengo podridos los pulmones y no hay vuelta atrás. Si me chingo mil cigarros más se apresurará el proceso de descomposición, sí, sí. Pero si no me los meto, tampoco voy a ser un hombre sano. ¿Estás de acuerdo? “Pronóstico reservado”, recuérdalo bien. Es como cuando un chef dice que “reserva las yemas” para levantar el merengue. Apartan un momento el ingrediente, pero tarde o temprano cae en el bowl y las aspas lo hacen mierda.

—¡Qué ejemplo más lúcido! No me vas a marear con tus argumentos. O te aplicas a lo que dijo el doctor o le llamo a tu enfermera y me largo. Ese es el trato.

—¡Que no! ¡Que te lo estoy diciendo, Sofía! Es más, te voy a proponer algo: ese Virgilio, tu amigo, es de mi edad, ¿cierto?

—Sí. Otro vejete necio.

—Llámalo. Que venga. Le vamos a preguntar qué haría él en mi lugar. Ya seremos dos contra una.

—Va a decir lo mismo porque él también está lleno de achaques.

—¿Ah, sí? ¿Qué tiene?

—Tuvo cáncer de próstata hace unos años y está medio cojo porque no se quiere operar la cadera.

—Llámalo. ¿Chupa?

—Toma, sí. No tanto. No es un briago profesional, pero sí toma.

—Háblale. Invítalo a cenar. Pásame el teléfono, voy a pedir de una buena vez esas malditas ostras…

 

(Continuará)

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