Bitácora
Por Pascal Beltrán del Río
Hace mes y medio escribí en este espacio (“El improbable triunfo de Trump”) que el Partido Demócrata de Estados Unidos tenía asegurados 242 de los 270 votos electorales necesarios para ganar la elección presidencial. Y que, por tanto, su candidata, Hillary Clinton, sólo necesitaba cosechar 28 más y con eso llegaría a la Casa Blanca.
El dato resulta del triunfo consecutivo que han obtenido los demócratas en 18 estados del país, además del Distrito de Columbia, desde 1992. Esas 19 entidades han sido el voto duro de los demócratas por seis elecciones presidenciales seguidas.
Después de las convenciones de uno y otro partido, celebradas en la última quincena de julio, Donald Trump parecía derrotado.
La reunión de los demócratas había resultado mil veces más exitosa que la de los republicanos –al menos en la visión de los medios tradicionales, que no simpatizan para nada con Trump– y el candidato opositor había cometido el aparente error de dejarse arrebatar la bandera del patriotismo, al criticar a la familia de un soldado muerto en Irak.
A principios de agosto, las encuestas daban una cómoda ventaja a Hillary Clinton. Es decir, la candidata demócrata no sólo partía de la sólida base que le daba el voto duro de su partido sino que era mucho más popular que Trump. O quizá habría que decir menos impopular, porque ambos candidatos tienen la característica de caer muy mal a millones de sus compatriotas.
En aquella entrega de la Bitácora escribí que el triunfo sería de Hillary Clinton, a menos de que la campaña resultara un completo desastre.
Con la ventaja que da la retrospectiva, quiero decir hoy dos cosas: 1) la campaña de Hillary sí está resultando un desastre, y 2) minimicé la capacidad del electorado estadunidense de tolerar lo que, a simple vista, son graves errores por parte de Trump.
Lo primero es que la candidata demócrata permitió que su amplia ventaja en las encuestas se diluyera en apenas seis semanas.
Por razones que hoy no están totalmente claras, Hillary Clinton ha tenido un comportamiento extraño después de la convención partidista en Filadelfia.
El 4 de agosto, al día siguiente de que publiqué la columna referida, la aspirante tuvo un acto de campaña en Las Vegas. Todavía eran los días en que los simpatizantes de su rival en las elecciones primarias, Bernie Sanders, se manifestaban en su contra.
Pues, esa vez, algunos de ellos comenzaron a gritar consignas en su contra y, de acuerdo con las crónicas, trataron de subir al podio desde donde hablaba Hillary Clinton.
Ésta tuvo una reacción peculiar: se quedó pasmada. Entonces, un agente de seguridad se colocó al lado de ella y le susurró al oído una frase que ha sido interpretada por lectores de labios: “Señora –le dijo–, por favor siga hablando”.
Durante la mitad de los días de agosto, Hillary simplemente no hizo campaña en público. Entre el 19 de julio y el 19 de agosto, su rival, Donald Trump, tuvo 24 actos de proselitismo y ella sólo once. Y luego vino el episodio del 11 de septiembre, cuando la candidata demócrata casi se desploma al salir del acto de homenaje a las víctimas de los atentados terroristas de 2001 en Nueva York.
A raíz de ese hecho, los médicos de Hillary Clinton dieron a conocer que padecía de neumonía y anunciaron que la aspirante presidencial se tomaría algunos días de descanso.
Eso fue suficiente para que los críticos de Clinton incrementaran sus señalamientos sobre sus problemas de salud, mismos que no han sido suficientemente refutados por su equipo de campaña.
El problema es que esas teorías de la conspiración han sido alimentadas por las continuas ausencias de la candidata y han comenzado a asentarse como un hecho en la opinión pública.
Sea esa la explicación de la pérdida de apoyo de Hillary en las encuestas, u otra –como la confirmación de que cada palabra que sale de su boca parece un cliché redactado por el establishment político washingtoniano–, Trump se ha colocado más cerca de ganar la Casa Blanca en noviembre.
Mañana le daré mi opinión sobre qué ha hecho Trump para prevalecer en esta campaña.