Por: Dulce Liz Moreno
En Puebla, ¿cuántas veces jueces y autoridades someten a sufrimiento a una víctima?, ¿cuántas veces hay que ser vejado antes de que llegue la justicia?
Esas dos preguntas nacieron cuando la demanda de amparo D-146/2015 prosperó en favor de Javier Solana García, Juan Manuel Machorro Régules y Miguel Rogelio González Barroso, quienes en mayo de 1998 confesaron que secuestraron y mataron a su compañera de clases en la Upaep, Patricia Gómez Osorno, y aún así exigieron a sus padres el rescate durante 13 días.
Esas dos preguntas indignaron a cinco testigos y participantes clave de este caso y otros eslabonados, que accedieron a narrar un trozo de varias historias que se tejen en torno de una sola causa: que los padres de Patricia dejen de sufrir el tormento que se ha prolongado 18 años, desde la mañana en que lo único que les quedó de su hija fue un saludo escrito en una hoja de colores.
Empujar la justicia
En febrero de 1997, Yuri Téllez fue secuestrada. Su padre vivió angustia extrema los 17 días de cautiverio de la universitaria. Pagó el rescate, pero se negó a ser rehén perpetuo de la amenaza de muerte con que los criminales le devolvieron a su hija.
Sin respuestas ni justicia en Puebla, gastó su patrimonio en traer especialistas israelíes que dieron a la Produraduría General de la República (PGR) las pruebas necesarias para aprehender a la banda criminal.
Por segundos, a Yuri se le cayó el trapo negro con que tenía los ojos tapados. En un parpadeo, distinguió una pared morada de una casa vecina. Eso bastó al equipo extranjero para que, en sobrevuelos y mapeos con tecnología de punta, dieran con tres posibles viviendas en donde la joven fue retenida. “No hubo necesidad de ir a las tres. A la primera, ¡bingo!”, refiere un testigo privilegiado de este hecho que generó una cadena de ayuda entre víctimas.
Cincel clavado en el oído

Jesús Migoya respondió una llamada de la PGR en el 97; le dijeron que debía ir de inmediato al DF a ver si reconocía a unos hombres que habían sido aprehendidos en Tijuana. Que, si no lo hacía, quedarían libres y plagiarían y torturarían a más personas... como él, en octubre de 1996.
El relato lo hace a 24 Horas Puebla el amigo personal que acompañó al empresario textilero a una cita absurda y pesada, meses después de ese timbrazo de teléfono.
Migoya se cimbró. Los seis días más largos de su vida estuvo amarrado, vendado de ojos, encerrado en un clóset con música fortísima para hacerle perderse en el tiempo y sin dormir. Un rugido lo aterraba: un tipo cortaba cartucho y le apretaba el cañón de una pistola en la sien.
La voz del atacante gritaba datos precisos de la rutina de su hijo y amenazaba con ir por él, torturarlo y matarlo. El tormento se repitió varias veces al día para que Migoya enumerara cada peso que tenía.
Un helicóptero de la PGR lo llevó al Distrito Federal. Explicó que poco aportaría porque lo mantuvieron cautivo con los ojos vendados. Pero oyó la voz, esa voz, y reconoció a quien empuñó el arma contra su cabeza para someterlo al terror y la indefensión, las dos experiencias extremas que mellan alma y sentidos de la víctima directa de secuestro.
Un cincel en el tímpano deja marca imborrable.
La pesadilla del proceso apenas había comenzado. El 24 de noviembre siguiente fue citado en Puebla para reconocer a Antonio Morales Vaqueriza y Alejandro Morales Flores como miembros de la banda que lo secuestró. Fue convocado también Carlos Álvarez García, dueño de la Nueva España, raptado en 1995 por los mismos criminales.
La diligencia ocurrió después de 21 obstrucciones de la defensa de los secuestradores y pretextos burocráticos de la impartición de justicia, entre extravíos de expediente, retrasos del juez y ausencia de defensores.
El colmo, la cita más lesiva para la víctima: un careo que exigió Martín Armando de la Fuente Treviño, jefe de la banda de secuestradores y dueño de la casa donde Migoya y Yuri Téllez fueron confinados.
“Parece injusto, arbitrario; pero un derecho del procesado es pedir ese careo. En caso de que hubiera sido inocente, sería imperdonable no haberlo hecho; pero los instrumentos, las herramientas de los procesos no consideran las lesiones psicológicas de la víctima”, explica la abogada privada de otra de las víctimas.
“Fuimos, por supuesto. El criminal le preguntó a Chucho Migoya por qué no lo había denunciado un año antes, queriendo hacer creer que la demora era síntoma de que el empresario mentía”, relata el amigo que estuvo junto a la víctima, de un lado de la rejilla.
“Y Chucho respondió que ellos habían amenazado con matarlo, a él y a cada miembro de su familia y lo que nunca se esperó el secuestrador: le señaló que su hija Samantha fue compañera del hijo de Migoya en el Colegio Americano y eso explicaba la información detallada que tenía. Eso descolocó a De la Fuente Treviño y hasta pidió que no se considerara a la joven como la informante de la banda”, relata el testigo del aplomo y la fortaleza del empresario que ha reconocido que tuvo que recibir ayuda psicológica durante 10 años para superar las lesiones psicológicas, anímicas del secuestro.

Trucos de mago
Un periodista dio un aviso: intentan liberar a un asesino de Patricia declarándolo loco.
“Del manicomio a la libertad hay un sólo paso. No era humano permitir eso”, recuerda el mismo que alertó sobre esta argucia.
Una de las víctimas de la banda de De la Fuente Treviño pidió al periodista avisar al matrimonio Gómez Osorno. Se reunieron con ellos. Doña María del Carmen, callada, escuchaba; el arquitecto Joaquín Gómez Navarro contaba que, tras pagar el rescate por su hija, quedaron en la quiebra. Y no se habían movido más, con tal de huir del tormento diario que era la ausencia de su hija.
“Si se les permite alegar locura, salen libres”, les advirtió una abogada.
“La mamá de Paty sacó un pequeño pañuelo azul y no dejó de llorar”.
A partir de ese día, la abogada los ayudó. Sus honorarios los pagó la otra víctima.
El autor del alegato fue Florentino Téllez, El Mago. Pero no le funcionó.
El dinero de la familia desapareció. “Eso es imposible, porque la Procuraduría, entonces en manos de Carlos Alberto Julián y Nácer hizo la detención y se supone que debió confiscar el rescate”, advierte un abogado cercano entonces al Ministerio Público del grupo antisecuestros, Felipe Morales Escamilla.
A Javier Solana y Miguel Rogelio González Barroso los representó, desde entonces, El Mago, quien sobornó al defensor público Bernabel Sánchez para que declarara que no había presenciado la confesión del crimen... “pero éste fue inhabilitado por irresponsabilidad y se demostró que sí asistió a la audiencia”, asegura un antiguo compañero del abogado.
Luego argumentó que Solana había estado ese día enyesado de un pie, de modo que era imposible que secuestrara a Patricia.
Entonces, la mejor amiga de la recién graduada de Administración de Empresas se indignó y ante el juez Guillermo Fernández de Lara aseguró que Javier Solana no sólo estaba sano en esos días y manejaba un auto nuevo, sino que entregó un trabajo escolar firmado por los tres asesinos confesos y la víctima, en prueba de que habían sido, incluso, amigos cercanos.
¿Cuántas veces hay que ser víctima para recibir justicia? Los cinco entrevistados creen que en el caso Gómez Osorno hay muchas pruebas de culpabilidad de los confesos.
“La mañana del secuestro, Paty salió de su casa muy temprano, con su mochila de ejercicio, rumbo a Aquara; en la calle, Javier le hizo señas y por eso ella se detuvo, le abrió la portezuela y lo invitó a subir, con uno de los cómplices; iban con el rostro descubierto y ese es indicador de que estaban dispuestos a matarla, que no había marcha atrás”, afirma la abogada, experta en secuestro.
“Una vez arriba del coche, la durmieron con cloroformo y luego la metieron en la cajuela. No era su primer delito, porque habían robado computadoras en Yakult, donde trabajaba uno de ellos, y saqueado la casa de una tía de otro de los tres. Además, tenían una lista de personas que querían secuestrar después de Paty, ¡no hay perfil criminal más claro de la carrera que querían hacer!”, dice el abogado cercano al MP.
“La asesinaron con tortura, con crueldad. La mataron con sufrimiento, la aventaron a un pozo y la apedrearon hasta que dejó de respirar, ¿no es suficiente para condenarlos, si ellos mismos guiaron a los policías para sacar el cadáver?”, pregunta, indignado, el periodista.
“Es el colmo que un asesino confeso haya ganado el amparo y se le vea ahora como un inocente al que ha que probarle la culpabilidad”, lamenta el amigo de Migoya.
Los magistrados del Segundo Tribunal Colegiado en Materia Penal del Sexto Circuito que abrieron la posibilidad de revertir la sentencia de 50 años de prisión a los tres asesinos confesos determinaron un amparo directo, “no uno llano, como el que le dieron en el DF a Florence Cassez, que la liberó de inmediato sin que se demostrar que era inocente, como para merecer la libertad”, sostiene la experta.
