La única en la cual se puede andar por las calles cantando el Himno Nacional de México sin parecer un loco
Por: Mario Galeana
Foto: Ángel Flores / Agencia Es Imagen
Sucede de pronto. La música de banda calla y todos ponen los ojos hacia las pantallas acomodadas en jardineras, muros y plataformas, donde aparece una cuadrilla de militares cargando la bandera de México. Por las bocinas del Zócalo de Puebla sólo resuenan trompetas y la noche del 15 de septiembre de 2016 de pronto se vuelve silenciosa, expectante.
Son casi las 11. En las pantallas sólo existe el balcón principal del palacio de Charlie Hall, donde se vislumbran las figuras del gobernador y su esposa, del gobernador electo y del alcalde de la ciudad.
Y vienen los “vivas”. Y vienen los Aldama, los Hidalgo, y más vivas. “Viva Puebla, viva México”. La multitud en la plancha del Zócalo va y viene. Son, quizá, cuatro mil personas. Otras tres mil, acaso, en los alrededores. Cada viva es respondido con otro viva. La ceremonia del Grito dura un minuto.
Y uno se pregunta, de pronto, a quién se le habrá ocurrido este teatro. A quién se le habrá ocurrido este teatro de cerrar las calles, de abrir puestos de chalupas en cada esquina, de llenar la noche con banderas pintadas en mejillas, en pelucas, en broches, en dijes, en globos, en pendones, en blusas, en cornetas, en tambores, en celulares, en collares, en sombreros. En todo.
¿A quién?
Pero la noche se ilumina. Por encima de cada cabeza no hay más que luces chisporroteantes, ribetes dorados, polvos luminosos de fuegos artificiales. Los niños gritan y dicen que son como estrellas fugaces y los adultos alzan la vista, alzan los teléfonos, contentos de que, al menos por un momento, la vida se reduzca a mirar luces sobre el cielo. Y las luces estallan por encima de la Catedral, de los portales, interminables.
El espectáculo dura unos 10 minutos, pero parecen el doble. Y, una vez más, sucede de pronto. Los estallidos cesan y la música revive. Es cumbia. Entre los resquicios de la multitud las parejas bailan. Hay extranjeros. Muchos. Estadounidenses y españoles, sobre todo. Una mujer que pasa junto a ellos le pregunta a su esposo, casi mecánicamente, qué país es mejor económicamente: México o España. Y en el tono de voz subraya, como para no dañar el orgullo de la fiesta, sólo la palabra “económicamente”.
A las 11:40 de la noche la multitud es ya un río que se aleja. La gente camina por las calles buscando taxis, recorriendo estacionamientos, fotografiando los adornos de la noche, entrando a taquerías donde los mariachis cantan y tocan con los pechos y los cachetes henchidos de aire.
Y todos vuelven lentamente de la noche, la única, en que se puede andar por las calles cantando el Himno Nacional de México sin parecer un loco.
