La Loca de la Familia
Por: Alejandra Gómez Macchia / @negramacchia
Hasta la mujer menos consumista en algún momento llega a desear un bolso de marca.
A la hora que una novia recibe las arras en el altar, el cura la obliga a decir que esas moneditas de fantasía son la promesa de cuidar el dinero del marido. Y debe administrarlo cuidadosamente por el bien de la familia.
Todas excitadas por la ceremonia y la pompa que conlleva una boda, muchas mujeres salimos de ese trance tratando de cumplir a cabalidad con la promesa. Primero está la casa y lo necesario para mantenerla en pie.
Nos adjudicamos ese rol de administradoras de la riqueza en aras de que el futuro no sea un páramo desolador. Una “buena mujer” ahorra. Una buena mujer debe ser como la hormiguita de los cuentos que al barrer se encuentra de pronto una moneda de oro y no va a gastársela en un vestido o unos zapatos nuevos. No. Una mujer, una esposita responsable, debe invertir esa moneda en artículos utilitarios para el hogar.
¿Pero qué pasa cuando el ama de casa necesita llenar sus vacíos del alma con objetos?
El matrimonio es siempre a la larga una condena. Y sobrellevarlo es ciertamente complicado sin placeres accesorios.
Venta especial del Palacio de Hierro, Puebla, 9 de septiembre.
Llego a la tienda sin advertir que dicha venta se celebrará. Voy en busca de una regalo. Un regalo para salir del paso en un compromiso familiar al que no asistiré porque me abruma la arrogancia de los anfitriones.
Me molesta que cada evento familiar sea una competencia. Una competencia sobre quién gastó más para lucir mejor.
A mí me importa un pepino llevar un vestido adquirido de remate en alguna pulga si éste me sienta bien. Eso sí, en los zapatos y en las bolsas tengo mi talón de Aquiles. Es un mal degenerativo que me heredó mamá.
No soy de las que me tardó horas escogiendo un regalo. Soy, hasta eso, bastante decidida y práctica. Odio dar vueltas. Me molestan los tumultos. Odio a las señoras que pasan toda la mañana pululando en los aparadores y al final salen con un helado en la mano. Odio a la gente que se echa para atrás en el último momento, esa es la verdad.
Pero era día de venta “especial”. Mal día. Así que tuve que apechugar y dar rodeos.
Asumiéndolo, me puse a observar a las clientas. Casi siempre me inclino a observar el comportamiento de las mujeres ante las compras. ¿Qué piensan? ¿Por qué están ahí? ¿Por qué tan solas? ¿Cuánto gastan? ¿Por qué gastan en esto y no en aquello? ¿Qué compran las viejitas? ¿Qué las jóvenes? ¿Qué sienten al pagar? ¿Es dinero suyo o del marido o del papá? ¿Deja un mejor sabor de boca gastar el dinero ajeno? ¿A qué sabe una compra cuando ha sido fruto de un esfuerzo descomunal? ¿Se vale quemarse equis cantidad de dinero en un objeto inútil?
Me fui detrás de varias mujeres. A hurtadillas y con mucho sigilo fui tomando las piezas que miraban y abandonaban. También las que compraron. Vi los precios. Hice un cálculo rápido de cuánto debían pagar al mes en caso de llevarse la promoción? ¿Qué tienen las marcas de lujo que no tienen las otras marcas? ¿Es el olor embriagante de la piel genuina? ¿La belleza de los diseños? ¿El tapiz de letras que da estatus?
Mientras pensaba todas esas cosas y olvidaba el propósito de mi visita a la tienda, vi en el teléfono el saldo de mi tarjeta de crédito. ¿Debía yo también aprovechar la promoción? ¿Podría escoger esos zapatos carísimos que no he podido llevar antes por falta de solidez? Era el momento. Podía hacerlo.
Me busqué entre esas señoras. Busqué a alguien que se pareciera un poco a mí. Que tuviera, por llamarlo así, el mismo estilo. La misma facha.
No la encontré entre los corredores de las grandes marcas. Yo era una bastardilla perdida entre las hijas legítimas de Carolina Herrera. Las mujeres que en Puebla compran su ropa y sus bolsas no se parecen a mí, y ellas se percatan y me miran como un bicho raro.
No había una como yo: desaliñada e histérica.
En un momento vino a mi mente Madame Bovary.
Pensé que muchas de ellas eran un émulo de la heroína de Flaubert. La mujer de provincia que se endeuda hasta el cuello adquiriendo piezas de ornato y vestidos de fantasía que nunca podrá lucir plenamente porque vive junto a un médico mediocre y tibio-tímido que la idolatra y por eso no se puede negar ante sus caprichos.
¿Cuántas Emma’s caminaban esa tarde en el Palacio de Hierro?
¿Una, diez, casi todas?
La mujer que siente el placer instantáneo cuando la dependienta le entrega una bolsa gigante en cuyo interior hay otra bolsa que usará en ocasiones especiales. El placer que no le da su marido. El choque eléctrico de un orgasmo artificial.
Madame Bovary llenaba sus vacíos comparando y comprando, hasta que las deudas y la falta de un amor lujurioso la llevó a retacarse de arsénico.
¿Soy parte de esa comunidad de émulos de Bovary? ¿Lo he sido? ¿Estaba a punto de serlo? ¿Soy feliz? ¿Pueden una bolsa o unos zapatos regresarme la felicidad perdida en mil batallas domésticas? ¿Es malo ser hedonista? Pero si soy hedonista, ¿por qué no buscar el placer en cuerpos calientes o en exuberantes platos o en viajes, en vez de en objetos que me adornen para aún así pasar desapercibida ante mi hombre?
Lo que sería una visita exprés a la tienda para comprar un indefenso regalo se convirtió en una tribulación de mi espíritu flaco. Tal cual. Me llené de angustia y de un gusto morboso por observar la angustia y la histeria y la neurosis de las demás.
Estas fueron algunas de las escenas que vi mientras no compré el regalo que me llevó a salir de casa…
I.
Llegó Louis Vuitton a Puebla (orgasmo en seco generalizado).
La empresa francesa que nació para beneplácito de los viajeros, y que originalmente ofertaba las más resistentes maletas y cofres para equipaje, hoy es el cenit del esnobismo. En México sólo las damitas de prosapia o las mujeres del narco pueden pagar un bolso o una prenda de esta marca.
Lo más lindo es ver cómo llega una “buchona” y saca 200 mil pesos en efectivo para comprar dos "clutch" edición especial en la cara de una niña bien poblana que queda humillada por la morenaza de carnes frondosas y labios de muñeca inflable.
La buchona paga en “cash” sin ningún rubor, mientras la niña bien aprovecha las mensualidades para hacerse de una bolsa “baratita”. Un modelo Monograma de 50 mil que usará durante todo el año, hasta la nueva promoción de "gala”.
II.
Las señoras entrada en canas que compran en Ferragamo se ven muy tristes. Escogen horrendas flats que las harán ver aún más anti climáticas. Pagan, sonríen levemente y se van.
Pasan por el pasillo de Tiffany & Co y ven a la amante de su marido escogiendo un bello collar de corazón que pondrán en sus pechos enormes que también los pagó, but of course, el hombre que les robó su juventud y las condenó a andar en esas flats que, a pesar de ser diseñadas por el florentino más cotizado del momento, son una aberración estética.
III.
A la venta vienen algunas parejas que pretenden ser felices. De hecho, las dos personas que conforman ese tipo de pareja se han mimetizado tanto que se parecen. No son de la misma familia, pero el tiempo de convivencia ha obrado el milagro. La parejita se parece. Ya no se toma de la mano ni se ve en sus ojos la llama de la pasión, entonces parecen aún más hermanos porque sonríen, cómplices, pero no hay contacto. Se parecen no porque se amen; se parecen por la costumbre de lidiar con sus respectivos caracteres.
Veo a la pareja que va a comprarse gabardinas idénticas a Burberry, para usarlas (cada quien por su lado) cuando les llueva en el otoño de sus respectivas amarguras.
IV.
Las clientas Gucci son ligeramente más infelices que las clientas Carolina Herrera. Éstas últimas se llevan más cosas por el mismo (oneroso) precio.
Las señoras CH se ven más relajadas, no sé por qué, pero así se ven.
Caminan con menos peso en los pies. Son hasta más bonitas. Toman un bolso o un collar o un zapato o una mascada, y los ojos desprenden cierto brillo. No saldrán tan exultantes como las señoras Gucci, que han dado diez vueltas antes de decidirse a propinarle el sablazo a su tarjeta.
Las señoras Gucci se sorprenden porque las dependientas de la marca tocan los artículos con guantes. Hay dependientes guapos. Hay un francés que se llama Nicolás, y ellas le dicen Nicolás porque no saben que se pronuncia “Nicolá”.
Las clientas Gucci no hablan francés, pero van seguras como si lo hablaran.
No piden que les bajen muchas cosas del mostrador.
Si llegan por un modelo “Soho”, se lo dicen a “Nicolá”, y “Nicolá” lo baja y se los muestra.
Las señoras Gucci sienten la cálida sensación de la confusión cuando la cajera les pide sus nombres para incluirlas en su lista de clientes preferentes.
Al pagar se escucha un leve gemido de abandono. Lo han hecho. Lo han hecho otra vez y ese placer se prolonga hasta que la ocasión amerite sacar la bolsa de 60 mil pesos que acaban de llevarse a 12 meses sin intereses.
V.
No sé si esté haciendo bien o esté haciendo mal. Estoy actuando como una cretina profesional y no sé si en el fondo ese cretinismo sea un hermano siamés de la envidia o el resentimiento social.
Siento un ligerísimo mareo y un mesero se acerca para ofrecerme una copa de vino espumoso de cortesía.
Recordemos que esto es una venta “de gala”, entonces hay vino espumoso, que no llega a ser champaña, pero da el gatazo.
¿Soy una Madame Bovary “de por aquí cerquita”? ¿Debo de llenar el vacío de mi corazón con una bolsa roja como la que lleva la buchona y la niña bien y amante del señor que mandó a su mujer a comprar flats a Ferragamo?
¿Me alcanza? Sí.
¿He trabajado duro para darme un gusto? Sí.
¿Ese gusto es estúpido? Sí.
¿Me va a generar un conflicto, una depresión post-compra? Seguro.
Voy con “Nicolá” y yo sí le digo “Nicolá”.
“Nicolá” se sorprende de que le diga “Nicolá” y no Nicolás. Sonríe complacido.
Le pido que me muestre esa bolsa: la bonita de las cadenas doradas. La más grande. No la que está retacada de letras, sino la que sólo tiene dos letras “G” que se difuminan entre la textura de la piel teñida de un gris iridiscente.
Ya está.
He caído en la tentación y estoy haciendo el ritual del pago. Me siento mal, pero me siento bien.
Me siento mal porque pienso cuántas personas comerían varios meses con la cantidad que acabo de pagar por un pedazo de piel de vaca “made in Florencia”.
Me siento bien porque es dinero propio. Porque nadie me está regalando este gusto excéntrico.
Me siento mal porque esto no me hará ni la mujer más bella ni la más amada ni la más feliz ni la más lista ni la más deseada.
Me siento bien porque combina con todo. Porque es un “must”.
Me siento mal porque cuesta lo mismo que cuesta la computadora que quería mi hija en su cumpleaños.
Me siento bien porque, como es de un material de primera, pronto será de mi hija.
Me siento mal porque me siento mal (me tomó otra copa y se me quita).
Me siento bien porque me siento bien (si me tomo la que sigue, sé que me descompondré).
No sé cómo me siento. Y mejor me siento.
¡Cretina, esnob, vulgar, sucia, estúpida, materialista, hija de puta!
Pero sé que cuando me la cuelgue me sentiré bien, y luego mal, pero todo estará consumado. No tendré que ir a un psicoanalista por esto, ¿o sí?
¿Será que este impulso tiene que ver con mis “daddy issues”?
No es algo que haga todos los días.
Pero, aguas: así empezó Madame Bovary: primero se dio cuenta que Charles no era para ella y luego se embarcó en un viaje sin retorno hacia su destrucción.
No sé dónde vendan arsénico, por ejemplo…
¿Para qué pensar más?
Soy igual que las mujeres a las que critico, pero… ¡también he visto a las mejores mentes de mi generación cayendo en estas tentaciones!
Salgo de la tienda sin el regalo por el que venía. No pienso ir al compromiso familiar al que iba destinado. No me interesa. No me gustan las fiestas familiares, aunque sé que humillaría a todas mis parientas “wannabe” con esa bolsa que acabo de comprar.
Subo al carro (un carro que, si continúo maltratando, en poco tiempo valdrá lo que me costó la dichosa bolsa).
Enciendo un cigarro y pienso que no hay mal más contagioso que el blof poblano.
Puedo seguir viviendo, aunque sí, el aire es más denso ahora.
